19. Jay

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Mis dedos suben y bajan a través de su espalda, Meg respira con tranquilidad. Ella rodea sus brazos alrededor de mi cuello, podría jurar que está dormida. Nunca se me habría ocurrido que ella y yo terminaríamos de esta forma. Le beso el hombro, no mentí cuando le dije que olía increíble.

Quiero que la casa huela como ella. Se siente todo como si hubiese una fogata en una noche de campamento, cálido y agradable. Vivo. No quiero que se levante, prefiero quedarme aquí con ella, en este instante mágico como si fuese una fotografía. Eterno. Cierro los ojos para seguir extrayendo su olor a frutas tropicales. No huele a vainilla o a coco, tampoco a rosas. Huele tan peculiar como lo es ella. Como lo son sus ojos oscuros como la playa nocturna.

Intento levantarme con el mayor cuidado posible hasta el sofá, me acuesto de espaldas dejándola en mi pecho, continuo acariciándole la espalda porque no quiero dormir y dejar de ver el contorno de su rostro dormido y enrojecido. 

Mis dedos van a su cabello negro y cubro con mi palma su cabeza. Por alguna razón, la veo más pequeña. Meg no está ni cerca de ser frágil, pero siento el impulso de protegerla desde siempre, me gusta verla dormir porque quita esa carcasa con la que se protege y que sólo yo sé que tiene, porque puede llegar a ser dulce y atenta con cualquiera.

Escucho lejanamente el sonido del tráfico en la calle antes de dejarme ir con ella y la paz que me transmite.

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No siento a Meg. Me despierto desorientado mirando a todos lados. Meg. Anoche. Nuevo Goleudy. Justo en ese orden llegan las ideas a mi cerebro. Mi camisa no está en el piso, voy al baño a cepillarme y me tallo los ojos antes de buscar a Meg en alguna de las habitaciones.

—¿Qué buscas?—volteo hacia su voz, tiene en su expresión una sonrisa burlona. El cabello le cuelga en una larga cola de caballo y claro, tiene mi camisa puesta y shorts de pijama.

—Iba a... A buscarte. ¿Hace cuanto te levantaste?—le pregunto acercándome a ella en la cocina.

—Hace un rato, me prometí ayer que haría algo que no fuera sándwiches y café—responde.

—¿Cereal y leche?—bromeo.

Ja, ja. No. Panqueques—dice, de una espátula saca un panque de la sartén.

—¿De dónde sacaste esa espátula?

—Venía con esta sartén ayer. ¿Qué te parece si me das tu opinión sobre mis obras maestras?

Rodeo el mesón para arrancar un pedazo de uno sobre un plato desechable.

—No están tan dulces como pensaba, maníaca del azúcar—le comento y sonríe—, bastante deliciosos.

—¿Te gustan?

—Toda una genio culinaria—le respondo con una sonrisa. Me sonríe de regreso y maldición. Quisiera volver a besarla—, ¿dormiste bien?

—Bastante bien, eres una almohada humana.

—Puedo ser tu almohada cuando desees—le digo sin verla, quito de su mano la espátula para voltear el panqueque en el sartén.

Meg arranca un pedazo del panqueque y se sienta en el mesón de la cocina lejos del fuego. Me mira apoyando un costado de la cabeza en su hombro. La observo de regreso, su lindo rostro tiene una sonrisa tímida tallada.

—¿Qué ves?—sonrío con el asa de la sartén y la espátula en mano.

—Nada—dejo las cosas a un lado y le pongo a fuego lento el panqueque.

Es el momento.

Me acerco a ella, apoyando mi peso al lado de sus caderas sobre el mesón. No le quito la sonrisa, y procuro estar discretamente cerca de su rostro.

Malas Costumbres©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora