69. Meg

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Hay veces, en que desearía ser agua.

El agua de la playa de Ciudad Solar era tan cristalina, tan pura. Sólo una vez estando sola, me atreví a meter los pies en la orilla y observé como algunos peces ondeaban mis dedos y tobillos. El agua tiene tantas formas, es tan... adaptable al cambio.

Si se vierte en un jarrón, se desliza con suavidad. Si la congelas, se hace hielo. El agua se hace cascadas, ríos. Se hace mares repletos de vida. Quisiera ser agua porque, se seca o se escapa entre los dedos.

Quisiera ser agua para escapar entre las rendijas de mis pesadillas, entre las grietas de mi dolor para no poder sentirlo. Porque sí, siento como agonizo mientras los músculos de mis piernas arden por el esfuerzo.

Algunos me lanzan miradas curiosas, otro se quejan cuando paso a su lado sin ningún cuidado, sin escuchar nada más que el sonido ahogado de mi respiración e intentando enfocar mi vista en medio de las lágrimas que humedecen mi rostro, que me dejan sin poder respirar porque sí... El dolor de un corazón roto puede ahogar tanto como el agua.

Simplemente, no puedo detenerme por más que mi cuerpo me suplique que pare, que uno de mis tobillos empiece a doler por el impacto constante de mis pies. El aliento sale blanco de mis labios, siento que la punta de mis dedos empiezan a congelarse, pero morir sería más sencillo en comparación a lo que estoy sintiendo ahora, sería más fácil esfumarse de la existencia que vivir el dolor de mi corazón haciéndose pedazos con grietas tan profundas, que sólo podrían sanar regresando el tiempo.

Tiempo...

Fue todo lo que tuve, un poco de tiempo para compensar el resto de mis heridas y, conocer que siempre pueden herirte más, que pueden ahogarte más. Como agua en los pulmones, como ver la esperanza ser consumida.

18 horas antes...

Me desperté temprano. Todavía Bianca no había despertado, seguía dormida junto a mí con un brazo sobre sus ojos. La luz naranja del sol iluminó tiernamente la habitación, haciéndola cálida. Estuve mirando esa ventana durante la noche, logré pegar las pestañas de a ratos, tuve pesadillas. No demasiado dramáticas. No demasiado realistas. Sólo, pesadillas.

Estuve mirando esa ventana porque la vista era muy distinta de la habitación de Jay en el departamento. De nuestra habitación. Aunque es el mismo sol y la misma ciudad, no se siente igual. No desperté con su brazo alrededor de mí cintura, o sus dedos vagando por mi espalda. Tampoco con sus labios haciendo un camino de besos por mi nuca, llegando a mi cuello y hombros.

No me encontré con esos ojos verde olivo, ni con esa sonrisa cálida y gentil que había visto en una persona en el mundo, y era él.

Él.

Suspiré. La mención siquiera de su nombre es increíblemente dolorosa, por lo que termino por levantarme e ir directo al baño. Una rutina. Sólo que en una situación distinta que pido no sea permanente mientras cepillo mis dientes.

Mis pies descalzos tocan la baldosa fría. Hoy no cae nieve, parece un día común. Mi vestido está en la maleta, que podría atreverme a decir que me sigue con ojos fantasmas a donde voy, incluso la siento cuando me siento a desayunar con Bianca. Pero sé que no es la maleta lo que me sigue, sino su voz atrapada en mi subconsciente pidiendo que regrese.

—¿Meg?

—Sí—dejo mi taza en la mesa.

—Estuviste así dos minutos—ríe, pero sus cejas se unen y recoge casualmente mi plato vacío—. ¿Mucha presión?

Bufo.

—Ni te imaginas. Cada vez que pienso en ese momento, quiero vomitar o correr.

—¿Tan mal te parece tocar en público?

Malas Costumbres©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora