13. Jay

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Hailee y Meg hablan y ríen entre sí. El rostro de Meg es iluminado por la luz de la fogata y por su sonrisa, que es casi como un imán para mi porque no dejo de verla, el suave atardecer que arrastra la noche tras él como una ola resalta la luz que Meg irradia.

David me revuelve el cabello y se tira a mi lado levantado la arena. Apoyando sus codos sobre las rodillas después de suspirar, me mira con gracia arqueando una ceja.

—Meg y tú...—es todo lo que dice.

—No, no.

—¿No? No le quitas los ojos de encima desde que llegamos. No engañas a nadie.

—Que la mire un poco no quiere decir nada.

—Se irán a Nuevo Goleudy. A vivir. Juntos. Hay muchas oportunidades...

Lo empujo con el hombro conteniendo la risa, aunque siendo ruborizarme un poco y bajo momentáneamente la mirada. Meg es mi amiga, así se va a quedar porque es lo mejor. Así lo decidí.

—No, David. Estamos bien.

—Júrame que nada ha cambiado desde el beso de tu fiesta—me callo porque es algo que no puedo hacer—. Ahí está. Todo un galán. Siempre supe que había algo más allí.

Hace un baile subiendo los hombros y sonriendo petulante, celebrando que tenía razón.

—¿Qué harás ahora que Hailee se irá?—pregunto, David aunque no desvanece su sonrisa, se toma unos segundos para suspirar.

—Las cosas serán complicadas, pero tengo que seguir intentando—me señala a Meg—. Sigue intentando.

Los ojos azabaches de Meg se encuentran con los mismo, relucientes. Me sonríe alargando sus labios y decidido, camino hasta ella un poco dudoso, pero se que si regreso a mi lugar no me levantaré de ahí.

—¿Me acompañas?

—Claro—se despide de Hailee cuando llega David a abrazarla por lo hombros. David me hace un gesto de triunfo que espero que Meg no haya visto. Aunque ahora todo es tan oportuno que lo dudo.

Caminamos no demasiado lejos, con las palmas en los bolsillos y pateando un poco la arena con los pies descalzos. No puedo venir aquí sin recordar a la pequeña Meg diciéndome que le teme al agua, por esa razón va del lado más alejado a la orilla.

Juega con su collar de coracola de mar entre sus dedos, distraída y en silencio, hasta que se da cuenta que la observo.

—¿Qué?—pregunta sonriente.

—Nada. Me impresiona que sigas usando ese viejo collar.

—Me lo regalaste tú. No tengo razones para no usarlo.

Bajo la mirada a la arena mojada por el agua salada. Me detengo a recoger el ruedo de mi pantalón para entrar un poco más en el mar.

—¿No vas a nadar con lo fría que está el agua, no?

—Quién sabe. Tú no lo harás.

—Yo...—veo duda en su expresión, no puede dejar un reto estar—Tengo frío.

—¡Qué excusa, Meg!

—¡No es una excusa! Hace frío y si me mojo habrá aún más. Entra tú y resfríate.

—Ven aquí—le tiendo una mano.

Toma aire por la boca y sube el ruedo de sus pantalones, acepta mi mano sin dar un solo paso, se muerde con fuerza la mejilla.

—Tienes que caminar, no sé si lo sabes.

—Cállate.

Respira antes de caminar al mar, el agua le moja el ruedo que le hizo a su pantalón.

Malas Costumbres©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora