63. Meg

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Cinco días para navidad...

Cuatro de la mañana. Goleudy no es precisamente peligrosa, todavía se ve movimiento de las calles y se escucha música a lo lejos. He limpiado el departamento. Ordené el refrigerador por colores, regué por segunda vez en el día las plantas del balcón, moví los muebles de la sala escuchando las quejas de los vecinos de abajo y lavé las sábanas que cubren las camas de nuestras habitaciones.

Pequeñito me siguió en todo el transcurso, terminó por dormirse sobre el sofá a eso de las tres de la mañana, suspirando y moviéndose como si estuviese soñando a correr y jugar, pero ni esa imagen enternecedora logra tranquilizar mis nervios.

He tomado una taza de té, una de café y medio vaso de jugo de naranja mientras en mi cabeza se empezaron a armar piezas de posibilidades. Llamé una vez, deseando que respondiese para gritarle y decirle que volviese a casa. Pero decidí que era mejor darle su espacio. Aunque eso me comiese el cerebro.

Siento que podría ser un ama de casa frustrada esperando a su marido cuando me siento en el sofá apoyándome de mis codos, conteniendo las lágrimas y diciéndome que Jay está bien.

Jay debe estar bien.

Seguro está con Harold y Gemma. O... Está muerto en un callejón después que le quitasen su billetera.

Mis manos tiemblan y nuevamente me levanto dejando que mis pies paseen por el departamento buscando qué otra cosa podría limpiar, y salgo corriendo por el pasillo cuando escucho que cierran la puerta, siguiéndole unos pasos además de un sonido arrastrado.

Mi corazón palpita con nerviosismo cuando cruzo mis brazos después de limpiar un par de lágrimas. Me encuentro a Jay con un árbol que intenta arrastrar sin mucho esfuerzo. Aliviada, enojada y con ganas de golpearle la cara, me acerco con mis pies descalzos y la misma ropa que traía antes de que se fuera. 

—¿Dónde estabas?—digo con firmeza, siento el corazón desecho, dirige su atención a mí con lentitud.

—Compré un árbol.

Con indignación me acerco unos pasos más, Jay me sujeta del rostro antes de que pueda decirle algo.

—Te ves aterradora cuando te molestas.

—Suéltame, estoy muy molesta contigo—me aparto desde su pecho, sintiéndome aliviada de que esté a salvo—. ¿Por qué te fuiste así?

—No grites.

—¡No te estoy gritando! Te fuiste así como así, sin ninguna explicación y yo...

—Te... traje un árbol.

—¡Jay!

—Meg... No quiero pelear.

—Pues yo sí. ¿Dónde estabas? ¿Por qué estás borracho? ¿Es una competencia de quién se emborracha más en el mes o qué? ¿Por qué te fuiste así?

Se acerca sujetándome desde las caderas después de darle unos empujones, mis manos tiemblan del miedo y del alivio. 

—Déjame.

—¿Te dejo?

—Sí. Déjame.

—¿Y por qué no te quitas?—sonríe, cerca de mi rostro enrojecido del cólera, y de la repentina emoción.

—Estoy molesta contigo. Todavía no me has dicho a dónde fuiste—me obliga a caminar pasos atrás hasta arrinconarme en la pared. Su aliento no es desagradable, pero huele, además de su perfume, a humo de cigarro. Sus dedos juegan con el elástico de mi ropa interior.

Malas Costumbres©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora