Arlis Hoover apuntó con un dedo regordete la bañera que Meg acababa de limpiar por segunda vez. —Tú llamas a eso limpio, ¿señorita estrella de cine? Yo no llamo a eso limpio.
Meg ya no se molestaba en decirle que no era una estrella de cine. Arlis lo sabía muy bien. Exactamente por eso ella se lo repetía constantemente.
Arlis tenía el pelo teñido de negro y un cuerpo como un cartílago roído. Se alimentaba de un sentimiento permanente injusticia, segura de que sólo la mala suerte la separaban de la belleza, salud y las buenas oportunidades. Ella escuchaba estúpidos programas de radio mientras trabajaba, programas que aseguraban que Hillary Clinton había comido una vez carne de un niño recién nacido y que el PBS (Servicio Público de Radiodifusión) fue financiado en su totalidad por estrellas de cine de izquierdas empeñadas en dar el control del mundo a los homosexuales. Como si ellos realmente quisieran eso.
Arlis era tan mezquina que Meg sospechaba que incluso Birdie le tenía un poco de miedo, aunque Arlis hacía todo lo posible por frenar sus impulsos psicóticos cuando estaba cerca de su jefa. Pero ella le ahorraba dinero a Birdie consiguiendo el máximo rendimiento a un reducido personal de limpieza, así que Birdie la dejaba en paz.
—Dominga, ven aquí y mira esta bañera. ¿Esto es lo que la gente en México llama limpio?
Dominga era una ilegal, no estaba en posición de estar en desacuerdo con Arlis, así que asintió con la cabeza. —No. Muy sucia.
Meg odiaba a Arlis más de lo que había odiado a nadie nunca, con la posible excepción de Justin Beaudine.
¿Qué estás pagando a tus doncellas, Birdie? ¿Siete, siete cincuenta la hora?
No. Birdie les pagaba diez cincuenta la hora, como seguramente Justin sabía. A todas excepto a Meg.
Le dolía la espalda, las rodillas le latían, se había cortado el pulgar con un espejo roto y estaba hambrienta. Durante la última semana había estado subsistiendo a base de pastillas de menta y las magdalenas sobrantes de los desayunos del hotel que le conseguía Carlos, el hombre de mantenimiento. Pero esos ajustes económicos no podían compensar su error de la primera noche cuando había cogido una habitación en motel barato, sólo para despertarse a la mañana siguiente y darse cuenta que incluso los moteles baratos cuestan dinero, y que los cien dólares de su monedero se habían reducido a cincuenta de la noche a la mañana. Había estado durmiendo en su coche en una mina de grava desde entonces y esperando hasta que un día Arlis saliera temprano para entrar a escondidas en una habitación desocupada y ducharse.
Era una existencia miserable, pero todavía no había descolgado el teléfono. No había intentado contactar de nuevo con Dylan o llamar a Clay. No había llamado a Georgie, Sasha o April. Y lo más importante, no había mencionado su situación a sus padres cuando la habían llamado. Se agarraba a esos pensamientos cada vez que tenía que destupir otro fétido retrete o sacar algún pelo asqueroso del desague de la bañera. En una semana o así estaría lejos de allí. Entonces, ¿qué? No tenía ni idea.
Con una gran reunión familiar programada para llegar en cualquier momento, Arlis sólo pudo dedicar unos cuantos minutos para torturar a Meg. —Gira el colchón antes de cambiar las sábanas, señorita estrella de cine, y quiero que todas las puertas correderas de esta planta se limpien. No dejeís que encuentre ni una huella.
—¿Temes que el FBI descubrá que son tuyas? —dijo Meg dulcemente. —De todas formas, ¿qué quieren ellos de ti?
Arlis estaba cerca de quedarse catatónica si Meg le volvía a hablar y la irritación se extendió por sus venenosas mejillas. —Todo lo que tengo que hacer es decirle una palabra a Birdie y tú estarás encerraja entre rejas.
Quizás, pero con el hotel lleno para el fin de semana y escasez de doncellas, Arlis no podía permitirse perderla ahora mismo. Aunque era mejor no presionarla.
Cuando Meg se quedó finalmente sola, miró con nostalgia la bañera de hidromasaje. Anoche, Arlis había estado hasta tarde comprobando el inventario, por lo que Meg no había podido colarse para ducharse, y con el hotel lleno las perspectivas para esta noche no eran mucho mejores.
Se recordó a sí misma que había pasado días en caminos lodosos sin acordarse de cuartos de baño. Pero esas caras excursione habían sido por diversión, no la vida real, aunque ahora que miraba atrás parecía como si la diversión hubiera sido su vida real.
Se estaba esforzando por darle la vuelta al colchón cuando sintió a alguien detrás de ella. Se preparó a si misma para otra confrontación con Arlis sólo para ver a Justin Beaudine en la puerta.
Su hombro apoyado contra el marco de la puerta, los tobillos cruzados, como en casa en el reino que gobernaba. A ella el sudor hacía que el uniforme de doncella, verde menta y de poliéster, se le pegara a la piel y se secó la frente con el brazo. —Mi día de suerte. Una visita del Elegido. ¿Has curado a algún leproso últimamente?
—Demasiado ocupado con lo de los panes y los peces.
Ni siquiera sonrió. Bastardo. Un par de veces durante esta semana, mientras colocaba las cortinas o limpiaba las ventas con uno de esos productos tóxicos que el hotel insistía en usar, lo había visto en la calle. Resultaba que el ayuntamiento ocupaba el mismo edificio que la central de policía.
Esta mañana estaba en una ventana del segundo piso y lo vió, al tocado por Dios, detener al agitado tráfico para ayudar a una señora mayor a cruzar la calle. También había notado que muchas mujeres jóvenes entraban en el edificio por la puerta lateral que iba directamente a las oficinas municipales. Tal vez era para trámites municipales. Lo más probable es que fueran trámites con doble propósito.
Él indicó con la cabeza el colchón. —Parece como si necesitaras ayuda con eso.
Ella estaba exhausta, el colchón pesaba y se tragó su orgullo. —Gracias.
Él miró detrás de él en el pasillo. —Nop. No veo a nadie.
Haberse dejado engañar le dio fuerzas para meter el hombre debajo de la parte inferior del colchón y levantarlo. —¿Qué quieres? —gruño.
—Vigilarte. Una de mis obligaciones como alcalde es asegurarme que la población de vagabundos no acosa a los ciudadanos inocentes.
Metió su hombro más hacia el medio del colchón y contestó con la cosa más desagradable que pudo pensar. —Lucy me ha estado mandando mensajes. Hasta ahora no te ha mencionado —. Ni mucho ni poco, sólo una frase o dos diciendo que estaba bien y que no quería hablar. Meg empujó el colchón más arriba.
—Salúdala de mi parte—, dijo, con tanta naturalidad como si se estuviera refiriendo a un primo lejano.
—Ni siquiera te importa dónde está, ¿no? —Meg levantó el colchón otros pocos centímetros. —¿Ni que esté bien o no? La podían haber raptado unos terroristas —. Era fascinante la fácilidad con la que una persona buena como ella podía convertirse en desagradable.
—Estoy seguro que alguien lo habría mencionado.
Luchó para recupera el aliento. —A pesar de tener supuestamente un gran cerebro parece que se te escapa que no soy la responsable de que Lucy te dejara, así que ¿por qué me usas como tu saco de boxeo personal?
—Tengo que descargar mi furia ilimitada en alguien —. Él volvió a cruzar los tobillos.
—Eres patético —. Pero apenas las palabras salieron de su boca cuando perdió el equilibrio y cayó sobre el somier. El colchón se estrelló contra ella.
Aire frío se deslizo por la parte trasera de sus muslos desnudos. La falda de su uniforme se le subió por encima de las caderas, dándole una visión ilimitada de sus bragas amarillo limón y probablemente del dragón tatuado en su cadera. Dios la había castigado por ser grosera con su Creación Perfecta convirtiéndola en un sándwich de Posturepedic.
(Sealy Posturepedic: una marca de colchón ortopédico.)
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Llamame Irresitible
Teen FictionMeg Koranda es la mejor amiga de Lucy Jorik, que está a punto de casarse con Justin Beudine. Justin es la clase de hombre por quien toda mujer suspira, al que todo los padres adora y cuya vida quisiera tener cualquier hombre. Es el tipo perfecto par...