Capítulo 72

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Unas cuantas horas después, se dirigía al sur por la I—5 en un Chevy Trailblazer alquilado. 

Conducía demasiado rápido y sólo paró para coger una taza de amargo café. Rezaba para que Mag no se hubiera dejado la casa de sus padres en L.A. cuando se fue de Wynette para irse a Jaipur o Ulan Bator o algún otro sitio donde él no pudiera encontrarla y decirle cuanto la amaba. 

El viento que se había llevado la niebla de San Francisco, también se había llevado su confusión. Se le había esclarecido todo el lío de antiguas prometidas y bodas suspendidas, una claridad que le permitió ver la destreza con la que se había valido de la lógica para ocultar el miedo que tenía de que su sencilla vida se viera perturbada por emociones caóticas.

Él, de entre toda la gente, debería saber que el amor no es ordenado y racional. ¿No había superado el ilógico y pasional amor de sus padres la decepción, la separación y la terquedad durante más de tres décadas? Ese tipo de profundo amor es lo que él sentía por Meg, el amor complicado, perturbador e irresistible que se había negado a admitir que faltaba en su relación con Lucy. 

Él y Lucy habían encajado perfectamente en su mente. En su mente... pero no en su corazón. Nunca le debería haber llevado tanto tiempo darse cuenta.

Apretó los dientes por la frustración cuando se metió en el tráfico de L.A. Meg era una criatura pasional e impulsiva, y no la había visto durante un mes. ¿Qué pasaría si el tiempo y la distancia la habían convencido de que se merecía algo mejor que un estúpido tejano que no se conocía a sí mismo?

No podía pensar así. No podía permitirse considerar que haría si ella se había hartado de estar enamorada de él. Si tan sólo no hubiera dado de baja el teléfono. ¿Y qué pasaba con lo subirse a los aviones y volar a los lugares más recónditos del planeta? Él quería que se quedara aquí, pero Meg no era así.

Era primera hora de la tarde cuando llegó a la propiedad de los Koranda en Brentwood. Se preguntó si sabrían que Meg no fue a San Francisco. Aunque no podía estar seguro de que fueron ellos los que hicieron la oferta ganadora de la subasta, ¿quién más lo haría? La ironía no se le escapaba. A los padres de cualquier chica lo que más les gustaba de él era su estabilidad, pero nunca se había sentido menos estable en su vida.

Se identificó ante el interfono. Mientras las puertas se abrían, recordó que no se había duchado en dos días. Debería haberse detenido primero en un hotel para asearse. Su ropa estaba arrugada, su ojos inyectados en sangre y estaba sudado, pero no iba a darse media vuelta ahora.

Aparcó el coche al lado de una casa de estilo inglés Tudor, que era la casa principal de los Koranda en California. En el mejor de los casos, Meg estaría aquí. En el peor... No pensaría en las peores alternativas. Los Koranda eran sus aliados, no sus enemigos. Si no estaba aquí, ellos le ayudarían a encontrarla.

Pero la fría hostilidad que exhibió Fleur Koranda cuando le abrió la puerta principal no hizo nada por reforzar su debilitada confianza. —¿Sí?

Eso fue todo. Ni una sonrisa. Ni un apretón de manos. Definitivamente no un abrazo. Independientemente de la edad, las mujeres tendían a batear los ojos cuando lo miraban. Había pasado tantas veces que apenas se daba cuenta, pero no estaba pasando ahora, y la novedad lo extrañó. —Necesito ver a Meg —, dijo él y, luego, estúpidamente, —no hemos sido formalmente presentados. Soy Justin Beaudine.

—Ah, sí. El señor Irresistible.

No lo dijo como un cumplido.

—¿Está Meg aquí? —preguntó él.

Fleur Koranda se veía para él como lo había hecho su propia madre para Meg. Fleur era una hermosa amazona de uno ochenta con las mismas cejas estrechas que tenía Meg, pero sin los rasgos de Meg. —La última vez que te vi —, dijo Fleur —, estabas peleándote por los suelos, intentando arrancarle la cabeza a un hombre.

Llamame IrresitibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora