Capitulo 37

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Jugó con la tira un buen rato, calentando el momento, luego retiró su pulgar de ahí para arrastrarlo por su tatuaje del dragón. Aunque le encantaba la fantasía de tener a un hombre desnudándola lentamente, nunca había conocido a uno que lo hiciera realmente bien, y no le iba a dar la oportunidad a Justin de ser el primero. Sentándose en el estrecho espacio junto a él, se enderezó y se quitó la camiseta por la cabeza.

En la época de los pechos de silicona, los suyos no eran particularmente memorables, pero Justin era demasiado caballero como para criticar. Él prestaba atención, pero no realizó ningún agarre torpe. En lugar de eso, pasó los dedos por su caja torácica, luego se incorporó usando sólo sus espectaculares abdominales y la obsequió con un sendero de besos por su estómago.

La piel de ella ardía. Era hora de ponerse serios. Estaba desnuda excepto por el tanga, pero él todavía llevaba sus shorts caqui y lo que fuera que llevara o no debajo. Ella tiró de la bragueta para descubrirlo.

—Todavía no —, susurró, alejándola de él. —Vamos a calentar primero.

¿Calentar? ¡Ella estaba entrando en ignición!

Él rodó para ponerse de lado y le ofreció a su cuerpo atención completa. Su mirada se detuvo en el hueco de la base de su garganta. La curva de sus pechos. En sus pezones fruncidos. Al parche marfil de encaje debajo de su vientre. Pero no la tocó. En ningún sitio.

Ella arqueó su espalda, invitándolo a tocarla antes de que ardiera en llamas. Él inclinó la cabeza hacia sus pechos. Ella cerró los ojos anticipándose, sólo para sentir un mordisco en el hombro. ¿El hombre nunca había estudiado anatomía básica femenina?

Así siguió durante un rato. Investigó un punto sensible en el interior de su codo, la zona donde se toma el pulso en la muñeca y en la curva inferior de sus pechos. Pero sólo en la curva inferior. Para cuando tocó la suave piel de la cara interna de sus muslos, estaba temblando de deseo y harta de la tortura. Pero cuando ella se dio la vuelta para tomar el control, él cambió de posición, profundizó sus besos y de alguna manera volvió a estar a su merced. ¿Cómo un hombre que no había practicado sexo durante cuatro meses podía estar tan controlado? Era como si él no fuera humano. Como si hubiera usado sus habilidades de genio inventor para crear algún tipo de avatar sexual.

Con la erección más grande del mundo.

La exquisita tortura continuó, sus caricias nunca llegaban a donde ella tan desesperadamente las necesitaba. Intentaba no gemir, pero los sonidos se le escapaban. Esta era su venganza. Sus juegos preliminares la llevarían a la muerte.

No se dio cuenta que habría llegado al orgasmo hasta que él la cogió de la mano. —Me temo que no puedo permitirte eso.

—¿Permitirlo? —Con la fuerza de la lujuria, se retorció bajo él, enrolló una pierna en sus caderas y tiró de sus pantalones cortos. —Hazlo o cállate.

Él le atrapó las muñecas. —Se quedan en su sitio hasta que yo me los quite.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que me ría?

Su grueso pelo estaba revuelto donde ella debía haber clavado sus dedos, tenía el labio inferior un poco hinchado donde posiblemente ella lo había mordido y una mirada vagamente arrepentida. —No quería tener que hacer esto todavía, pero no me estás dejando elección —. Él la puso bajo él, aprisionándola con su cuerpo, sujetando su pezón con la boca y succionándolo de una forma perfecta, con el dolor justo. Al mismo tiempo, deslizó un dedo bajo la delgada franja de encaje entre sus piernas y luego dentro de ella. Gimió, clavó los talones en la cama y se rompió en mil pedazos.

Mientras yacía indefensa por las consecuencias, los labios de él rozaron su oreja. —Pensé que tendrías un poco más de autocontrol. Pero supongo que hiciste lo que pudiste —. Fue vagamente consciente de un tirón en su cinturón de castidad de encaje, luego su cuerpo se deslizó sobre el de ella. Cogió sus piernas y las separó al máximo. Su incipiente barba le rozaba el interior de sus muslos. Y luego la cubrió con su boca.

Una segunda explosión cataclísmica la reclamó, pero incluso entonces él no entró en ella. En su lugar, la torturó, la consoló y la volvió a torturar. Para cuando llegó al tercer orgasmo, se había convertido en su muñeca de trapo sexual.

Por fin estaba desnudo y cuando la penetró, lo hizo lentamente, dándole tiempo para aceptarlo, encontrando el ángulo perfecto, sin torpeza, sin tanteos, sin arañazos o codazos accidentales. Ofrecía una caricia constante en el ángulo correcto seguido por un duro empuje, perfectamente orquestado, diseñado para ofrecer el máximo placer. Ella nunca había experimentado algo así. Era como si el placer de ella fuera todo lo que importaba. Incluso cuando él llegó al orgasmo, soportó su propio peso para que ella no tuviera que hacerlo.

Ella se durmió. Luego se despertaron, hicieron el amor de nuevo y, luego, una vez más. En algún momento durante la noche, él la tapó con la sábana, le rozó los labios con un beso y se fue.

Ella no se volvió a dormir de inmediato. En vez de eso, pensó en lo que le Lucy había dicho. Toda mujer debería hacer el amor con Justin Beaudine.

Meg no podía discutírselo. Nunca había sido amada tan profundamente, tan desinteresadamente. Fue como si él hubiera memorizado todos los manuales sobre sexo jamás escritos, algo, se dio cuenta, que él era capaz de haber hecho. No era de extrañar que fuera una leyenda. Él sabía exactamente como llevar a una mujer a su máximo placer sexual.

Entonces, ¿por qué estaba tan decepcionada?

El club cerraba al día siguiente por vacaciones, así que Meg hizo la colada y luego fue hacia el cementerio para arrancar maleza con un par de oxidadas herramientas que había encontrado en lo que quedaba de cobertizo.

Mientras limpiaba alguna de las lápidas más antiguas, intentó no obsesionarse demasiado con Justin y cuando la llamó, ni siquiera se lo cogió, aunque no pudo resistirse a escuchar el mensaje. Una invitación para cenar el viernes por la noche en el Roustabout. Como Sunny y Spence indudablemente formarían parte de esta cena, no le devolvió la llamada.

Debería haber sabido que no sería tan fácil disuadirlo. Alrededor de las tres, llegó en su polvorienta camioneta azul. Considerando la forma en la que las féminas de la ciudad se acicalaban para él, estaba feliz por sus brazos llenos de tierra, las piernas al aire y la ajustada camiseta con el logo de Texas que había rescatado del cubo de la basura del vestuario de mujeres, para luego modificarlas cortándole las mangas y el cuello.

Considerándolo todo, lucía justo como quería.

Llamame IrresitibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora