Capitulo 47

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El día después del encuentro de Meg con Francesca Beaudine, recibió una nota para presentarse en la oficina. Cuando pasaba por la tienda de golf con el carrito de bebidas, Sunny y Justin aparecieron. Sunny llevaba una falda corta de golf de rombos azules y amarillos, un polo sin mangas y un colgante de diamantes con forma trébol de cuatro hojas colgando sobre el cuello abierto del polo. Lucía metódica, segura, disciplinada y perfectamente capaz de soportar el genio de niño pequeño de Justin por la mañana, luego se dirigieron al campo para unos rápidos nueve hoyos.

El polo de Justin de un azul pálido combinaba con el de ella. Ambos llevaban zapatos de golf de alta calidad, aunque él llevaba una gorra de béisbol en lugar de una visera amarilla que se había puesto sobre su oscuro pelo. Meg no podía evitar pensar en lo a gusto que se veía con esta mujer que sólo soportaba por conseguir un resort de golf y el desarrollo de un condominio.

Meg aparcó el carrito e hizo el camino a través del club hasta llegar a la oficina del subdirector. Minutos más tarde, estaba inclinada sobre su escritorio intentando no gritar. —¿Cómo puedes despedirme? Hace dos semanas me ofreciste un ascenso como gerente de la tienda de bocadillos —. Un ascenso que había rechazado porque no quería quedarse en el interior del edificio.

Él tiró de su estúpida corbata rosa. —Has estado llevando a cabo negocios privados desde el carrito de bebidas.

—Te lo dije desde el principio. ¡Hice una pulsera para tu madre!

—Va contra la política del club.

—No lo hacía la semana pasada. ¿Qué ha pasado desde entonces?

No pudo mirarla a los ojos. —Lo siento, Meg. Mis manos están atadas. Esto viene desde arriba.

Meg empezó a pensar en ello. Quería preguntarle quién iba a decirle a Spence que había sido despedida. O a Justin. ¿Y qué pasaba con los jubilados que jugaban todos los jueves por la mañana y a los que les gustaba la forma que les preparaba el café? ¿O los golfistas que se daban cuenta que ella nunca confundía sus pedidos?

Pero no dijo nada de esto.

Cuando fue hacia su coche, vio que alguien había intentado quitar los limpiaparabrisas. La funda del asiento le quemó la parte posterior de los muslos cuando se sentó. Gracias a la venta de las joyas tenía suficiente dinero para volver a L.A., entonces ¿por qué le importaba este trabajo de mierda?

Porque le gustaba este trabajo de mierda y le gustaba la iglesia con el improvisado mobiliario de mierda. Y le gustaba esta mierda de pueblo con sus grandes problemas y su gente extraña. Justin tenía razón, porque lo que más le gustaba era verse obligada a vivir de su trabajo y su ingenio.

Condujo a casa, se dio una ducha y se puso unos vaqueros, una camiseta de tirantes de lino blanca y unas sandalias de cuña rosas. Quince minutos después, atravesaba los pilares de piedra del complejo Beaudine, pero no iba a casa de Justin. En lugar de eso salió con el Rutsmobile por la salida de la rotonda que llevaba a la casa de piedra caliza y estuco donde vivían sus padres.

Dallie abrió la puerta. —¿Meg?

—¿Está tu mujer en casa?

—Está en su oficina —. No parecía demasiado sorprendido de verla, y dio un paso atrás para dejarla pasar. —La forma más fácil de llegar es siguiendo el pasillo hasta el final, salir por la puerta y cruzar el patio. Un conjunto de arcos a la derecha.

—Gracias.

La casa tenía las paredes fuertemente estucadas, vigas de madera en el techo y suelos fríos de baldosa. Una fuente salpicaba agua en el patio y el suave olor a carbón sugería que alguien había encendido la parrilla en la cena. Un pórtico arqueado protegía del sol la oficina de Francesca. A través de los cristales de la puerta, Meg vio a Francesca sentada en su escritorio, con sus gafas de leer apoyadas en su pequeña nariz mientras examinaba un papel en frente de ella. Meg llamó. Francesca levantó la vista. Cuando vio quién había llamado, se acomodó en su silla para considerarlo.

A pesar de las alfombras orientales sobre los suelos de baldosa, los muebles de madera tallada, la artesanía local y las fotografías enmarcadas, esto era una oficina de trabajo con dos ordenadores, una televisión de pantalla plana y estanterías repletas de papeles, carpetas y archivadores. Finalmente Francesca se levantó y cruzó el suelo con sus sandalias de dedo Rainbow. Se había apartado el pelo de la cara con un par de pequeños broches de corazones de plata que contrarrestaba la madurez que le aportaban las gafas. Su camiseta demostraba su apoyo a los Texas Aggies y sus shorts vaqueros dejaban a la vista sus elegantes piernas. Pero la ropa informal no le había hecho renunciar a sus diamantes. Brillaban en sus orejas, alrededor de su delgada muñeca y en uno de sus dedos.

Ella abrió la puerta. —¿Sí?

—Comprendo porque lo hiciste —, dijo Meg. —Y te pido que lo deshagas.

Francesca se quitó las gafas pero no se movió. Meg había considerado brevemente que Sunny era la responsable, pero esto había sido un acto emocional, no uno calculado. —Tengo trabajo que hacer —, dijo Francesca.

—Gracias a ti, yo no —. Ella se quedó mirando los carámbanos verdes que disparaban los ojos de Francesca. —Me gusta mi trabajo. Es embarazoso de admitir, ya que difícilmente es una profesión, pero soy buena haciéndolo.

—Interesante, pero como dije, estoy ocupada.

Meg se negó a moverse. —Así están las cosas. Quiero recuperar mi trabajo. A cambio, no te delataré ante tu hijo.

Francesca mostró su primer gesto de desconfianza. Después de una pequeña pausa, se hizo lo justo a un lado para que Meg entrara. —¿Quieres un trato? Está bien, vamos a ello.

Fotos familiares llenaban la oficina. Una de las más destacabas mostraba a un joven Dallie Beaudine celebrando una victoria de un torneo levantando por los aires a Francesca. Ella aparecía por encima de él, con un mechón de pelo en su mejilla, un pendiente de plata contra su mejilla, sus pies descalzos y una sandalia roja muy femenina encima de los zapatos de golf de él. También había fotos de Francesca con la primera mujer de Dallie, la actriz Holly Grace Jaffe. Pero la mayoría de las fotografías era de un joven Justin. Mostraban a un chico flaco y feo con gafas muy grandes, con pantalones subidos casi hasta las axilas y una expresión solemne y estudiosa mientras posaba con modelos de cohetes, proyectos de concursos de ciencias y su padre.

—A Lucy le encantaban esas fotografías —. Francesca se sentó en su escritorio.

—Apuesto por ello —. Meg se decidió por un tratamiento de choque. —Tengo su permiso para acostarme con su hijo. Y sus bendiciones. Es mi mejor amiga. Nunca habría hecho algo así a sus espaldas.

Francesca no se lo había esperado. Por un momento su rostro se derrumbó, pero luego elevó su barbilla.

Llamame IrresitibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora