59.Ella:

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59. Ella.

Subí a mi cuarto y me cambié a ropa nueva: un pants de color blanco y una sudadera roja con la matrioska en medio, sin tomarme la molesta de limpiarme la cara o ponerme un sujetador. Cuando escuché que la puerta de abajo se cerraba, bajé las escaleras rápidamente y haciendo un chongo, queriendo ver a Tomás.

En efecto, él había salido, y la sala estaba más apagada que nunca a las doce de la noche, con la trémula luz entrando por las ventanas de lexan y el silencio engullido por los gritos de dolor del nuevo visitante y los pasos de Ingrid.

Tomás estaba sentado en su sillón asignado, con su rostro enterrado en su cara, su respiración pesada y sus piernas moviéndose intranquilamente, completamente expuesto al mundo. Gestos no muy exagerados, casi ligeros, naturales, como una vía de escape, mejor dicho, de retención.

Me senté en el sillón designado a Ingrid, con las piernas cruzadas, haciendo que él levantara la mirada al escuchar el rechinar. Siempre había encontrado más cómodo ese: por su edad, necesitaba uno más suave. Aparte, daba masaje. Me le quedé viendo, sin decir nada, sin presionarlo, y vi cómo sacaba otro celular, el que su papá le había enseñado, y comenzó a mandar un mensaje a alguien, aquel que arreglaría nuestros problemas.

Me quedé ahí, ansiosa por el estremecedor silencio. No me gustaban los silencios en esas situaciones: dejaban que mis pensamientos comenzaran a ser escuchados. Abajo, en el sótano, podía seguir escuchando los pasos de Ingrid; aquí, en este lugar, las teclas que Tomás pulsaba, todo haciéndome sentir ansiosa. Finalmente, estaba el sonido de mis dedos contra el sillón.

Ansiosa, me fui hacia el centro de la casa, al pequeño jardín donde estaban nuestros instrumentos para entrenar. En la esquina derecha del jardín había un trampolín de aproximadamente tres metros de longitud por dos metros y medio de latitud, rodeado por barras de pesas, costales, cuchillos de diversos materiales y arcos de puntería.

Me subí al trampolín y, poco a poco, me fui elevando, dando volteretas, notando cómo era que Tomás se acercaba hacia mí. Seguí saltando, haciendo estiramiento paralelo a él, volteretas en el aire, estiramientos torpes, dolorosos. Lo torné en algo difuso, un borrón en el tiempo, algo tan ligero como la gravedad, un sentimiento perspicaz y difuso.

Entonces, Tomás dejó de moverse. Se sentó en el suelo, y comenzó a observar cómo saltaba.

— ¿Cómo estás?— le pregunté, dando otra voltereta hacia atrás.

Me ignoró, con su mirada fija en mí.

— ¿Puedes dejar de saltar?

Di una última voltereta hacia atrás y me volví hacia él, aun saltando hacia arriba, comenzando a jadear, mi estómago contrayéndose y haciendo mis hombros hacia atrás.

—Me alegro por ti— le dije, sonriendo un poco, incusa—. En serio.

—No entiendo si es sarcasmo o no— torció su boca y enredó sus dedos, plegando sus labios.

—Y luego que por qué no soy una persona linda.

Hubo una breve pausa, con sólo el rechinido del trampolín sonando.

Entonces así es el sonido de la realidad, pensé. Por un sólo segundo, me había sostenido en la mitad de la gravedad y había podido juntar todos los sonidos en uno, creando un fuerte sentimiento de necesidad. Sólo frenar todo por un segundo, hacer que lo visual y lo auditivo, lo inminente y lo pasado, desapareciera. Eso era lo único que necesitaba, todo lo que tenía para darme cuenta que es en los momentos más vulnerables en los que llegas a conocer profundamente a una persona y lo que lo conforma, su delicada o intensa manera de querer. Por el momento, aquella melancolía que se veía en sus ojos se veía pura, sincera, quizás la expresión más dolorosa que jamás había visto.

1. Agente TF01, origen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora