11.Él#1:

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11. El#1

Existe una teoría creada por Émile Borel llamada el Teorema del mono infinito. Se trata sobre probabilidades, romper las leyes de la estadística: el hecho de que un infinito número de monos, eventualmente, en un lapso entre una infinidad y otra, podrán escribir todos los libros existentes en la biblioteca nacional de Francia.

  No pienso escribir sobre estadísticas aquí, leyes de la ciencia y el tiempo, y cómo es que la evolución y la vida podrían repercutir en el intervalo de ese infinito.

   Probabilidades.

   De eso quiero hablar.

   Según lo que había investigado, la probabilidad de escribir dos letras correctas era entre 1 y 676. Borrando el resto de las probabilidades que se alargan hasta miles de billones, comparé esos dígitos con la población presente en esos momentos y las posibilidades de toparnos entre párrafos, personas y palabras era entre 1 y 517, 751.

   Eso era lo que había pensado años atrás, cuando pensaba que casi todas las probabilidades eran por accidentes, que eran coincidencias y no tanto un acto de fe que podía ser alterado por variables, buscado, localizado y encontrado.

   Luego ella me encontró.

   Pero no había sido ahí donde había atrapado esa idea. Había conseguido esa visión a los quince años, cuando las estadísticas de ser elegido habían sido entre 1 y 1, 183,195 según mi país y la teoría. Había sido extraño, pero entre todo el resto de las probabilidades de cuál sentimiento mi cerebro quería producir, había estado feliz (descartando la teoría de que sólo hay dos sentimientos— miedo y amor—, y que de ahí lo demás que sólo se asemeja un poco a estos dos sentimientos o la falta de uno, es sólo una ramificación.)

   La adaptación no había sido una opción. Nunca lo había sido. Se había convertido en una rutina.  Habían sido buenos, mis hermanos y el resto de  mi familia, amigos. Pero había sido sólo un poco: sus intentos de quedar bien se habían extinguido, las máscaras se habían caído y, con ellos, habían mostrado su lado Erik, el quemado y áspero, lleno de sentimientos de discrepancia.

   Por un momento todo había estado bien, feliz, o lo más cercano a eso que me podía imaginar. Estaba tocando el cielo y, pese a que las cosas no eran tan buenas como creía— quería—, y habían fragmentos que no se conectaban correctamente, estaba más que seguro que eso era lo más cercano a la felicidad de lo que jamás estaría.

   Y luego llegó mi mamá, en medio de la muchedumbre, irreconocible, vistiendo ese traje de un extraño que pudo haber pasado el día anterior a mi lado, y cambió mi idea a más no poder. Simplemente sucede así. No tiene que ser algo referente al romanticismo o a la amistad, puede ser ese pedazo que se ha dado como muerto, que está marchito y que, de la nada, vuelve a renacer. Eso es lo que te hace feliz, realmente feliz, al final de todo. Eso creo yo, por lo menos.

   Pensé que no tenía alteración, que de los trescientos sesenta y cinco grados que rodea a una persona al pisar en el piso era algo basado en una ley de la física, de la gravedad, y no una señal que el cerebro manda a las extremidades para elegir adónde ir y qué hacer.

   Podemos elegir. Podemos planear. Es lo que nos conecta con el resto de la naturaleza: nuestros instintos, la manera de poder correr si tenemos la habilidad, de tener lógica. La comunicación.

   Así fue justo cómo llego.

   Y así fue como las cosas dejaron de tener la visión de un camino que se marca por lo que ya está hecho, y no por lo que podemos construir con nuestras manos debido a lo anterior.  


   La conocí. Y con ella comenzó a Darwin y la evolución, el argumento que sustentaba su teoría: las semejanzas entre cada uno.

   Eran pequeños movimientos, pequeñas cosas que nos conformaban a los dos, pese a que habíamos crecido y vivido cosas completamente diferentes.

   Los monos y los seres humanos.

   La evolución y la inmortalidad.

   Con eso fue que me di cuenta que mi teoría pasada no podría haber sido cierta todo el tiempo. Que, en un lapso que yo nunca podría controlar, los números se tendrían que repetir de nuevo cada día en el colegio y en casa o que se terminarían caducando, que ese infinito se acortaría a mi número restante de años de vida con el total de años en un año. Y eso era algo que yo no controlaba, ese segmente cronos que se movía de alguna manera y alguien más llevaba contra la corriente de todos, sin tener alguna finalidad alguna de ser encontrado.

   Ese era el número que más ansiaba,  el número tabú: el resto de días.

   Con eso se resumía el hecho de que había posibilidad de que ese infinito se fuera extinguiendo poco a poco, hasta acabarse; que esa coincidencia tenía una fecha de caducidad y que yo tendría que intervenir para que los días que iban acortándose cada vez más no llegaran a su fin.

   1 y 517, 751.

   Era momento de ser semejante a esa siguiente generación, de evolucionar a ser el la ficha que mi mamá había sido y alterar la probabilidad de encontrarla.

   Era ir en contra de esas reglas.

   Era salir y buscarla.

   Era salir y encontrarla antes de que fuera demasiado tarde.

   Y era hacerlo justo en ese momento, en un movimiento ad infinitum.

1. Agente TF01, origen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora