9.Ella.

1.8K 143 30
                                    

9. Ella.

Es extraño comenzar a contar una historia abruptamente, centralizándose directamente en la vida de una persona, la trascendencia de su íntima  existencia, cuando todos somos tan complejos y esotéricos que algunas veces llegamos a contradecirnos con nuestros detalles y acciones, u olvidamos cuáles son nuestras propias opiniones. Tan extraño como hacer algo ilusorio real.

Esta historia no comienza en Alaska, históricamente parte de Rusia. Tampoco en París, donde vivía. O en el Golfo de México, donde estaba la agencia. Comienza en algún lejano, en la historia, que de alguna manera era amarilla en mi mente, aquel paradero tan codiciado y relatado, lo que conllevaba a la ignorancia. Pasaba lo mismo con el color de mi cabello, el tamaño de mis manos y la forma de mis ojos. Las bases a ese conocimiento me eran lejanas, escabulléndose entre mis brazos, trasladándose hacia un primer recuerdo que uno mismo puede crear.

Las palabras en diversos idiomas se entrelazaban de por medio, poniendo maniobras y psicoanálisis en cada una de mis acciones, como si fuera algo controlado, estático, estoico e irreal. Llegaba hasta este conocimiento y aceptación que se englobaba en mi persona, creando las limítrofes que las personas coincidían para cubrir el territorio mundial.

Y luego llegaba a París, una marca más, el lugar al que me había mudado tres años atrás, con el idioma siendo un inconveniente al comienzo, no la adaptación. Con el tiempo, sin embargo, había logrado acrecentar el lenguaje y hablarlo con fluidez.

Lo más importante y crucial de aquella ciudad de la luz, fulgurante en las noches y en los días, era que había sido lo único estático en mi vida, lo único real, tornándose cada vez más nítida mientras me acercaba cada vez más a la casa, que parecía ser más un condominio de edificios,  después de tomar un tren y un autobús después de ir al centro.

Pero luego, mientras más me acercaba, más se apagaba la luz.

Vivíamos en las afueras de la ciudad, peligrosamente cerca en un banlieue y un ghetto. Sin embargo, antes de llegar allá tenía que pasar por distrito rojo. Así que cuando iba por las calles procuraba recoger mi cabello y acomodar bien mis mochilas, para evitar los dramas con los transeúntes tanto ahí como en un futuro, cerca de mi comunidad.     

Pero esta no era la ocasión.

De nuevo.

Escuché los pasos a la distancia, justo detrás de mí y el repiqueo golpeteando en la oscuridad. Sujeté mi mochila contra mis dedos y respiré profundamente, escuchando las voces de los jóvenes que me habían estado siguiendo desde segundos atrás.

Sin embargo, justo al pasar por el porche, Emem bajó dando zancadas y me agarró.

Era casi invierno, así que tenía puesta su chaqueta gruesa de colores neutros y gorros, escondiendo su cabello ondulado que caía sobre sus teces oscuras. Debido a que no cambiaba mucho de ropa, y sumando el poro que tenía en su mano, el olor similar a orégano fuerte.

Les había temido en el principio, cuando los había conocido y los ofrecimientos habían llegado juntos con sus familias, personas desconocidas; y luego habían estado mis traumas en pleno apogeo, cambiando cada uno de sus rasgos y recordándome al día anterior, ese día que jamás se dejaba de repetir. Sin embargo, con el tiempo nos habíamos arreglado. No era su amiga, y él no era mi amigo, pero éramos mensajeros de nuestras supuestas familias. 

Pero esos mensajes seguían conteniendo peligro. 

—El dinero, Bethsabée— dijo él, sujetándome con fuerza de mi muñeca y sacando con la otra el poro de su boca.

—Te dije en la mañana que ya les...

—Van tres desde que dijeron que iban a pagar. Ya me dieron el dinero de los chochos y los chespis, pero todavía les falta— me cortó.

Me hice hacia atrás, zafándome de él, y reprimí mis impulsos de devolver un golpe; ellos no podían saber que sabía cómo defenderme, eso llamaría la atención.

—No recibimos dinero hasta dentro de dos días, todavía no podemos pagarte— le dije, subiendo mi mirada hacia Ife, quien estaba amatando a su bebé con ambos pechos al descubierto.

—¿Y a mí qué me importa cuándo pueden pagarme?— espetó—. Si ya saben, no pidan.

—¿Cuánto dijiste que era?— le pregunté, subiendo la mirada cuando escuché un grito proveniente de la casa. Era el hermano menor de Emes, seguido por su mamá. Estaba enojado, gritando y con los puños cerrados. Le dio un cerrón a la puerta, golpeando a su mamá en la nariz, y bajó las escaleras a tropezones, mascullándole algo a Ife, quien seguía viéndonos. La puerta se abrió y su mamá siguió gritando.

Emes, por su parte, estaba indiferente.

—Me pidieron ciento cincuenta gramos de una italiana— dijo—. Se los cierro en quinientos.

—No salgas con tus cosas, Emes; los dos sabemos que no es eso.

— ¿Y a quién le vas a decir?— preguntó, encarnizado—. ¿A la policía?

Negué con la cabeza y ondeé mi mano, en disgusto. Me di la media vuelta, pero en eso Emes por el codo, haciéndome dar una media vuelta, y me pegó contra él, sus labios contra mi oreja y soltando el humo de su puro.

—Ya sabes que también se pueden pagar con otros sabores— me dijo, y puso su mano contra mi pubis.

Ife se mantuvo inamovible, meneando al bebé contra su pecho.

Los aparté de mí violentamente, poniendo mis manos contra su pecho, y arrugué el rostro, aun conteniéndome. Tenía los dedos enterrados contra la palma de mi mano y mis labios, apretados, la garganta seca.

El poro se hizo hacia atrás y quemó la muñeca de Emem.

—Jódete, Emes. Sabes que siempre te terminamos pagando— le dije, y me di la media vuelta.

Él volvió a tomarme con fuerza, dándome otra media vuelta, y pegó cerca de mi cara, rozando mi nariz. Un poco cayó contra mi mejilla y mordí mi labio, intentando no mostrar mi dolor.

—Me van a pagar, Bethsabée.

—Te dije que sí— le contesté, aun sin apartarme de él por lógica.

—Más te vale.

—Que ya te dije que sí. Mañana te pagamos.

Él dio un asentimiento y se apartó de mí, dirigiéndose hacia el porche. Ife le tendió al bebé, pero él negó con la cabeza y le dijo algo bruscamente, ignorando a su mamá, quien estaba parada en la esquina del porche aun gritándole a su hijo menor, el que iba caminando hacia la esquina, y con la nariz ensangrentada.

Antes de entrar a su casa, Emes me gritó:

— ¡Más te vale que paguen, Bethsabée, sino ya no la vas a poder mantener cerrada!

1. Agente TF01, origen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora