Susurro invernal

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Los primeros días de diciembre se abrían paso con unas torrenciales —y nunca antes vistas— lluvias mañaneras. Unas que, con el correr de las horas, se intensificaban y parecían no tener fin.

Gotas del cielo que habían causado un malestar general entre los estudiantes, sobretodo en aquellos que gustaban de tener sus clases del aire libre, ahora canceladas hasta nuevo aviso.

Los entrenamientos y el primer partido del año habían sido postergados, incluso la salida a Hogsmeade se veía muy lejana.

Pero si era un mundo de magos, ¿Por qué no utilizaban un hechizo y ya?

Bueno, el problema no era el salir empapado de pies a cabeza, por supuesto que no.

El problema era, sin lugar a dudas, las grandes inundaciones que rodeaban los muros del castillo; incluso Filch había tenido problemas al momento de limpiar todo el primer piso. Todos los días amanecía con pequeños charcos —sobrevivientes del hechizo de repulsión impuesto por la directora Mcgonagall alrededor de la gran estructura— que él debía de secar sin chistar.

Y eso era muy díficil teniendo en cuenta que los trapeadores se estaban agotando.

Era por eso que la directora Mcgonagall había tenido una magnífica —aterradora— idea. Aquellos estudiantes que incumplieron con las normas, serían derivados a formar grupos que se encargarían de ayudar al conserje a secar todo el extenso piso todas las mañanas.

Los niños de primer año solían asustarse con cada rato que caía del cielo y los mayores, en un gesto amable, los calmaban y ayudaban con deberes, puesto que los suyos ya estaba hechos por falta de distracciones.

Podría decirse que en sí, las lluvias habían hecho del alumnado, uno más cumplido a la hora de presentar sus proyectos y tareas.

Muchos ya sabían sobre la existencia del certamen de la luna púrpura del cual serían sede.

Éste torneo era uno muy parecido al recordado "Torneo de los Tres Magos", con la diferencia de que éste solo ocurría cada veinte años, cuando la luna era el centro de un fenómeno que la volvía de un lila suave.

La mayoría tomaba a éste proceso como un símbolo de equilibrio y del inicio de una nueva etapa. Traía mensajes de paz y en su mayoría de todo aquello que tuviera que ver con el bien.

Otros, una pequeña minoría, tenían la creencia de que era el inicio de un tiempo oscuro que amenazaba con aprovechar el menor momento para crecer.

Pero para Eros, quien —como todos los días desde hacía dos semanas— estaba en la enfermería, no era más que una maravillosa oportunidad de apreciar un cielo nocturno iluminado por su color favorito. Para nadie, dentro de su círculo familiar, era nuevo el saber que el lila lo volvía loco; para él era el mejor color que podía existir junto al gris, el negro y el blanco. Esa era una de las razones por las que le encantaba pasar tiempo con Adhara o Altair, por sus bellos orbes.

Un trueno resonó y la estancia se iluminó gracias a ello. El Veela simplemente se abrazó más a sí mismo, en la pequeña silla al lado de la camilla que observaba con suma atención.

Hacía dos semanas se había reencontrado con el chico de ojos grises que el primer día había llamado su atención, aquel con el que se había esforzado en entablar una conversación y aquel mismo que se había olvidado de su existencia.

«Nadie, en mis diecisiete años de vida, me había olvidado tan rápido» -se lamentó por vigésimo sexta vez en el día.

El "ángel oscuro", como lo había apodado sin su consentimiento y por no saber su nombre, no despertaba desde que lo dejó al borde del ataque por el susto que le generó al perder el conocimiento en sus brazos y de un momento a otro. Permanecía recostado, con una manta encima —cortesía suya—, con sus largas pestañas contrastando con su pálida piel y con los párpados bien cerrados, impidiéndole ver aquellos bellos orbes grises que tanto anhelaba presenciar nuevamente.

Mi Hermosa Veela y La Melodía PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora