Quietud angustiante

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¡Nadyra!

La pequeña de cabellos ondulados y alborotados elevó la mirada del césped, sus manos estaban llenas de tierra y su bonito vestido tenía restos de polvo y pasto en la falda.

Un par de orbes azulados brillaron con alivio al ver la pequeña silueta observándola desde la sombra de un gran sauce.

»Nadyra ¿Qué le has hecho a tu ropa?

La niña se miró aún arrodillada en medio de la vegetación y luego hizo contacto visual nuevamente con su abuela mientras le dedicaba una sonrisa cuadrada y traviesa.

—Quería ayudarle —se giró por completo y enseñó a la pequeña ave que tenía entre sus manos: un bello ejemplar de Quetzal—. Su mamá debe extrañarlo allá arriba —señaló la copa del árbol, en donde las ramas pequeñas de un nido se dejaban ver en un lugar bien escondido.

Los largos cabellos rubios y platinados rozaron el césped en cuanto la adulta se agachó para apreciar al ave más de cerca. Sonrió suavemente y acarició la cabeza de su nieta con cariño antes de pedirle con la mirada que le entregara al pequeño.

Ve al templo, yo me encargaré de regresarlo a su nido.

¿Puedo quedarme a ver? —preguntó con ilusión.

Mas la mayor negó manteniendo aquella sonrisa, a pesar de que la criatura entre sus manos comenzaba a enfriarse lentamente.

—No, cariño —la vio bajar la mirada con tristeza—. Hoy en un día especial ¿Lo recuerdas?

Una sonrisa renovada volvió a los labios contrarios.

—¿Habrá pastel?

Por supuesto —asintió y Nadyra aplaudió emocionada antes de despedirse de la cría de Quetzal con un movimiento de mano para alejarse a toda velocidad.

La matriarca cambió la sonrisa dulce por una mueca entristecida en cuanto el aura oscura alrededor de su querida nieta pareció desaparecer con ella al perderla de vista por completo. Nadyra era muy joven e incapaz de ver la magia mortal que siempre la rodeaba, lastimando sin querer y arrebatando energía vital para mantenerla a ella con vida.

Miró ahora a la cría de Quetzal en sus manos, a punto de cerrar sus ojos por toda una eternidad, y un par de orbes tan azules como los suyos cruzaron en un recuerdo por su mente. La agonía y la melancolía la impulsaron a volver a usar su desgastada magia para devolver una vez más la vitalidad que Nadyra le había quitado a un ser sin darse cuenta.

La pequeña ave recuperó el brillo en sus orbes y pronto aleteó suavemente entre sus manos, agradecida.

Un murmullo en los árboles la puso en alerta y pronto un felino de colmillos grandes saltó con agilidad del sauce bajo el que su nieta había permanecido por un instante. Ambos intercambiaron miradas y la Veela constató con lástima que aquella ave acababa de quedar huérfana.

—Abuela ¡El ave! —celebró Nadyra al verla regresar con el Quetzal—. ¿Qué sucedió? Creí que debíamos dejarlo en el árbol.

Su madre salió a buscar comida por un tiempo... —mintió, sabiendo que la pequeña mente de la niña no reconocería la verdad—. La cuidaremos hasta que vuelva.

Mi Hermosa Veela y La Melodía PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora