Supersubmarina

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Dicen que el miedo es libre y que cada cual coge el que quiere, en mi caso soy una persona que toda la vida se ha visto condicionada por sus propios miedos, miedo a la oscuridad, miedo a la soledad, miedo al rechazo, miedo al dolor... y estos miedos se habían hecho fuertes en todos los aspectos de la vida, en los estudios, en mis relaciones, a la hora de tomar una decisión u otra... Y entre tantos miedos había uno que tiempo atrás me había descubierto Rafael y en el que no me había parado a pensar hasta entonces y que sin embargo desde entonces rondaba mi cabeza como una especie de maraña enredosa que a veces me atrapaba haciendo que incluso me costara respirar, y ese no era otro que el miedo a crecer. El miedo a crecer entendido como el miedo a tomar decisiones que puedan cambiar el devenir de mi vida, que pudieran afectar a mi cómoda vida en la que hasta ahora había ido sobreviviendo puesto que nada ni nadie me condicionaba esa libertad de la que siempre he presumido.

Y es que sí, yo estaba acostumbrada a ir por la vida sin dar explicaciones, sin que nadie pudiera meterse en la cantidad de cervezas que pudiera beber una noche o en la hora que fuera al llegar a casa, donde nadie pudiera cuestionar en qué gasto o no mi dinero, en mi forma de vestir o de comportarme socialmente, en con quien me acuesto o me levanto ni siquiera en por qué tal día o tal otro no he aparecido por ningún sitio. Y esto había cambiado, desde hacía un año para acá lo había hecho a una velocidad vertiginosa. Yo deseando que el mundo se parase para que me diera tiempo a ordenar mi mente y esos miedos y la vida corriendo más que nunca haciéndome partícipe de una aventura de la que ni siquiera sabía cómo podía avanzar tan rápido. 

Cinco días habían pasado desde que tuviera una conversación sobre esto con Marina. El tiempo había corrido hasta tal punto que estábamos de nuevo en abril, un abril muy parecido al del año anterior pero sumamente distinto mirándolo desde la perspectiva de como había cambiado mi vida en este año. Tal y como Rafael había vaticinado con anterioridad, era previsible que mi casa cada vez se llenara más de cosas de Marina que mías propias, que dormir en aquella cama abrazadas se había convertido en mi mejor rutina y que de alguna forma me había acostumbrado a hacer de comer para dos, a no desayunar nunca sola, a repartir los enchufes del salón, al abrazo caliente de las noches de invierno cuando llegaba del pub, a ver su pelo desordenado sobre la almohada cada mañana, a sus ojos somnolientos mirándome recién levantada, a su risa inundando cada rincón de aquella casa.

La conversación no había ido sin embargo todo lo bien que a priori esperábamos que fuera. Había ocurrido aquella noche de domingo mientras las dos cenábamos temprano culpa del cansancio del fin de semana y del madrugar de ambas los lunes. 

- Ana... ¿tú no habrás visto por casualidad una chaqueta mía de hilo azul oscuro no? - preguntó ella poniendo sobre la mesa dos platos llenos de comida.

- A saber... no me suena que la tengas aquí - respondí yo mirando por encima de mis gafas dejando a un lado el portátil en el que estaba trabajando.

- Es que esto de tener las cosas repartidas en dos casas me está volviendo loca... y es que tengo que hacer la maleta y me faltan cosas que no se dónde las tengo - relató ella algo nerviosa.

Y es que Marina se iba de excursión con el instituto unos días a Madrid, llevaba una semana haciendo la maleta entre las cosas que tenía en mi casa y las que tenía en la suya. Ese control que tiene que tener ante absolutamente todo me desesperaba y me hacía gracia a partes iguales.

- Yo que sé Marina... pregúntale a Alba si está por allí - respondí algo cansada por su propio nerviosismo.

- Es que me suena que la trajera el otro día... - se excusó mientras se dejaba caer a mi lado en el sofá - ¿podemos comer? Me muero de hambre.

Me quedo contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora