Capítulo 16

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Me abro paso entre las personas que caminan de a un lado a otro en el quemador. Casi nunca está así de abarrotado. Pero es domingo en la mañana. Y por supuesto que las personas aprovechan su día libre para venir al mercado negro del distrito.

Llego al puesto de la señora Rutherford, donde no tengo que hacer fila para que me atienda.

—Buenos días —le digo, y sus ojos grises se dirigen a mí casi de inmediato.

—¿Qué se te ofrece? —apoya los brazos huesudos sobre el desgastado mostrador de madera.

—Vengo por lo de siempre —bajo la voz.

Ella frunce el ceño.

—No te entiendo, habla más fuerte.

Suelto un bufido.

—Vengo por las plantas que ayudan a evitar embarazos.

Bien podría ahorrarme la vergüenza de venir y pedírselas. Pero por más que he buscado esas plantas en el bosque, no las he encontrado. La única manera de obtenerlas es aquí en el quemador.

Es cierto que la infusión que se hace con ellas sabe horrible, pero me ayuda a sentirme más segura. Porque eliminan cualquier posibilidad de un embarazo.

—Claro —responde, se agacha con trabajo, y después pone dos bolsas de papel en el mostrador—. Esta raíz —su dedo huesudo aplasta la bolsa—. Es menos potente pero es efectiva, se bebe una vez al día y tiene efectividad de una semana.

Asiento con la cabeza, y me muerdo la lengua para no interrumpirla. Siempre me da la misma explicación, parece que ya tiene serios problemas con la memoria.

—Y esta planta induce a la infertilidad temporal —explica, señalando la otra bolsa—. ¿Quieres las dos?

Asiento con la cabeza.

Me da las bolsas, y a cambio le entrego las plantas medicinales que siempre uso para intercambiar con ella.

Me despido, y sigo mi camino. Pero me detengo al escuchar detrás de mí una voz que reconocería en cualquier lugar:

—Vaya, enserio no quieres quedar embarazada del panadero.

Me detengo, pero no volteo a verlo.

Una parte de mí, quiere hacerle frente, pero no quiero más problemas con él. Avanzo, pero no llego muy lejos, porque siento que me toma del brazo con fuerza.

—¿Qué te pasa? —volteo, y le reclamo—. Suéltame.

—¿Sigues acostándote con el panadero? —suelta, sin rodeos. Lo miro confundida.

—¿Por qué dejaría de hacerlo? —me cruzo de brazos, para conservar un poco más del calor que me queda.

Parece que lo ha tomado por sorpresa lo que he dicho. Sus ojos, tan fríos como de costumbre, me sostienen la mirada. Pero lo conozco de años, y sé que se esfuerza por ser fuerte.

—Creí que eso sería temporal —frunce aún más el ceño, el gesto que siempre utiliza cuando alguno de sus sentimientos está por salir a relucir—. No sólo hay pan para comer, ¿sabes?

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