Capitulo 28

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Me apresuro a llegar a casa, necesito darme prisa porque ya casi es hora de que Peeta salga de la panadería y aún no he preparado la cena.

Cuando veo que estoy a unas calles de mi hogar, corro para intentar llegar un poco antes. Saco mis llaves y abro la puerta, dejo la vieja chaqueta de cuero de mi padre en el perchero que está junto a la entrada de la casa, y cierro la puerta detrás de mí.

Avanzo hasta la cocina y me doy prisa en sacar las verduras y los conejos de mi bolsa de caza. Los acomodo sobre la mesa de la cocina y me atrevo a mirar el reloj que está colgado en la pared. Me preocupo un poco al darme cuenta de que ya es un poco tarde y sólo tengo aproximadamente media hora para cocinar la cena.

Limpio el conejo y lo parto en trozos, lo echo rápidamente en la cazuela que ya tiene un poco de aceite y que ya está en la estufa.

Tomo los vegetales y me doy prisa en lavarlos. Vuelvo a ponerlos en la mesa y con el cuchillo los corto en pequeños pedazos.

Pongo todo en la cacerola y agrego lo necesario para que la comida tenga más sabor.

Después de varios minutos, le quito la tapa a la cazuela y pruebo el guisado. Me llena de satisfacción comprobar que mis intentos por hacer que la cena tenga buen sabor han tenido éxito.

Estoy tan ensimismada cocinando, que me sobresalto cuando escucho que alguien entra a la casa.

Alzo la mirada y veo cómo Peeta cierra la puerta detrás de él.

—Aún no está la cena —le aviso—. Pero ya falta poco para que esté lista.

Peeta me sonríe levemente. Sin embargo, a pesar de que luce tranquilo, distingo que algo le inquieta.

—No hay problema —responde, caminando en mi dirección—. Si quieres te ayudo.

—No te preocupes —le sonrío, y señalo la cacerola tapada—. Ya sólo falta que termine de cocinarse.

Peeta deja sobre la mesa del comedor una bolsa de papel, que seguramente trae pan.

Él se acerca a mí, toma mi rostro y me besa.

—No tienes idea de cómo disfruto llegar a casa y verte —sus brazos rodean mi cuerpo—. Es de las mejores cosas que me suceden en el día.

Acerca tanto su rostro al mío, que siento que su nariz toca la mía.

—Igual me gusta verte —le sonrío y dejo un corto beso en sus labios—. Creo que ya está la comida, vamos a cenar.

Peeta me ayuda a servir el guisado y pone los platos sobre la mesa del comedor.

Nos sentamos y esperamos un momento a que la cena se enfríe un poco. Saco un pedazo de pan de la bolsa que trajo, y lo sumerjo en el caldo del guiso de conejo con verduras.

Cenamos completamente en silencio, lo cual me inquieta un poco porque Peeta normalmente me platica sobre su día en la panadería, pero ahora permanece callado.

Cuando ambos terminamos de comer, él toma nuestros platos y los lleva al fregadero.

Escucho cómo lava los trastes, decido que es buen momento para intentar preguntarle lo que ocurre. Me levanto de mi lugar y lo miro mientras permanece de espaldas a mí, veo que está enjuagando los platos que acabamos de ensuciar.

—¿Ocurrió algo? —me atrevo a preguntar—. Parece que algo te inquieta.

Escucho que suelta un suspiro y se seca las manos.

Voltea a verme, parece preocupado. A pesar de eso, siento alivio al percatarme de que al parecer está dispuesto a contarme lo que le inquieta.

—Mis padres nos invitaron a que vayamos esta noche a su casa.

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