8.20 La sede

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Fue sorpresivo y demasiado anormal encontrar tres hileras de hombres y mujeres jóvenes de rodillas, todos vestidos muy bellamente con adornos y desprovistos de armas, no se trataba de aspirantes a soldados o sirvientes, ellos eran...

– Majestad, el pueblo ha enviado su mejor selección de compañeros de cama.

– Y esperas que elija a uno entre todos ellos.

– En realidad, los dieciséis ya fueron aceptados.

Se echó a reír, rara vez había escuchado algo tan gracioso, ya no sabía si esperaban que pudiera dividirse en cuatro y pasará todo el día teniendo sexo – para el final del día, los que sigan en la mansión serán decapitados.

– Majestad – le gritó – por lo menos debe elegir a tres de ellos, no puede seguir dándole la espalda a su gente.

– Puedes llamarlos como quieras, ya di la orden, si te atreves a desobedecerme yo mismo vendré a media noche para cortar la cabeza de todos ellos – se aseguró de decirlo en voz alta para que los jóvenes lo escucharan.

– Majestad, la señorita Ana fue muy amable al explicar que el hombre a su lado era un esclavo que usted usaba como compañero de cama.

La pretensión en esas palabras lo dejó helado – ¿qué fue lo que dijiste?

Un esclavo que era usado como compañero de cama, como un antiguo esclavo que estuvo en esa posición conocía perfectamente la implicación de ese concepto, no un consorte, ni un compañero oficial, si Dogo era rebajado a ese nivel significaba que cualquiera podría tomarlo.

– Fue necesario para salvar su imagen frente a los.. – no pudo decir una palabra más, su cuello fue sujetado con tal fuerza que podía verse como luchaba por respirar.

– Tienes hasta esta noche, vete a dónde quieras o deja tu cabeza en la entrada – lo soltó – si vuelvo a verte yo mismo te asesinaré.

Sentía que vivía en una habitación pequeña y que las paredes se reducían con cada paso que daba para agrandarlas, de vuelta en su habitación respiró aliviado al ver que él seguía en la cama – Dogo, despierta.

– Quiero dormir – se quejó – tu cosa es muy grande, déjame descansar.

– Lo siento, tienes que venir conmigo al salón.

– ¿Qué? – se levantó y se talló los ojos para mirarlo – ¿Qué quieres decir?

El lugar a su lado que antes estaba ocupado por su consejero pasó a pertenecerle a Dogo, no era exagerado decir que cada persona en la sala quería atravesarle el corazón con una daga, pese a que era la primera vez que lo veían y que él jamás hizo algo para dañarlos, solo con mirar su color de piel era suficiente para odiarlo y desear su muerte.

Selim jamás lo entendería, pero los haría respetarlo así tuviera que matarlos para lograrlo.

– Majestad, me disculpo, no me siento muy bien hoy, me retiraré – dijo uno de los consejeros, miró de reojo a Dogo y después se fue.

Selim asintió – ¿alguien más se siente repentinamente enfermo?

Uno tras otro los ministros, jueces y encargados que se presentaron para implementar las medidas cívicas que recuperarían la economía de la ciudad se levantaron y dejaron la sala, solo restaron cuatro personas, Selim, Dogo y dos guardias.

Dogo se recargó en su asiento – acabo de descubrir que tengo un don, puedo vaciar una habitación en segundos, ¿qué te pareció?

– Es un don muy útil – se levantó del ridículo trono y se sentó sobre un cojín junto a él – lo usaré tanto como pueda, así tendré silencio y tranquilidad.

No soy un virus, soy un acosador (Segunda parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora