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Al día siguiente, lunes, Bianca se despertó a las cuatro de la madrugada, al menos si quería llegar a tiempo a la base Eglin en Valparaíso. Durante todo el día anterior había estado preparando una maleta con algunas pertenencias que imaginó le harían falta: ropa cómoda (al menos su pijama y sus pantalones favoritos), una foto de sus padres, otra de Ellis, algunos libros para leer algo durante las noches, su cepillo de dientes, protectores diarios, el maquillaje y su vibrador. A eso de las cuatro y media de la madrugada, encendió su coche, un Nissan Tiida comprado por medio de un remate estatal hace unos cuantos años, y mientras el motor calentaba cargó su equipaje a los asientos traseros. Cerca de las cinco menos veinte de la mañana, emprendió el viaje hacia la base donde partiría su vuelo.

Conducir de noche siempre había sido una experiencia que le había gustado desde que tuvo su primer vehículo. Las carreteras ofrecían una tranquilidad que solamente el periodo nocturno podía transmitir, además de que por la radio siempre pasaban la mejor música. Gustaba escuchar la GoldRadio, una estación en FM donde siempre transmitían clásicos tanto del rock como del jazz. Sin embargo, aquella noche no la encendió. Su mente estaba enfocada en la ansiedad que sentía por todo el cuerpo. Aquella era una experiencia nueva, jamás había trabajado en algo relacionado al gobierno, y mucho menos aún en un proyecto que tenía toda la pinta de ser algo muy secreto. Mientras recorría la solitaria carretera, con los faros de xenón recortando el camino con sus potentes luces, se puso a pensar en todo lo que aquello implicaba. ¿Por qué había tanto hermetismo en todo eso? ¿Acaso el país estaba en una nueva guerra fría contemporánea? Se preguntó.

El viaje duró casi dos horas, y los últimos cincuenta kilómetros tuvo que viajar a más de ciento veinte o creía que no llegaría a tiempo a su destino. Finalmente, casi a las siete menos cuarto de la mañana y cuando ya comenzaban a despuntar los primeros rayos de sol, comenzó a aproximarse a la base. En los últimos doscientos metros habían apostados a los lados del camino diversas señales, que le indicaron en silencio que estaba muy cerca: "Zona militar – prohibido el paso y las fotografías". Había recorrido los primeros cien metros del perímetro cuando dos Jeep verde oscuro salieron a su encuentro. La interceptaron, haciendo cambio de luces para que se detuviera a mitad del camino, y Bianca estacionó. Del primer Jeep bajaron cuatro militares equipados con trajes camuflados y portando gruesos fusiles de combate. Dos se apostaron frente al coche de Bianca, y los otros dos se acercaron a su ventanilla. Ella sabía que no había hecho nada malo, pero no pudo evitar ponerse nerviosa frente aquel despliegue tan intimidante.

—Esta es una zona restringida, señorita. De la vuelta y retírese —dijo uno de ellos.

—Soy Bianca Connor, me citaron para el proyecto negro —respondió.

—¿Tiene una identificación?

—Un momento... —Bianca rebuscó en la guantera hasta sacar su credencial de identidad y el carne de conducción. —Aquí está.

Le extendió la credencial, el cual el militar tomó en su mano y se alejó dándole la espalda, bajando el rifle a un lado. Bianca lo vio revisar el nombre y hablar a través de un intercomunicador unos momentos, hasta que volvió a su ventanilla.

—Necesito que baje del vehículo, por favor.

—¿Sucede algo? —preguntó ella, sin comprender.

—En absoluto, solo es una revisión de rutina.

Bianca descendió del coche. Al instante, el frio de la mañana la envolvió, haciéndola dar un leve estremecimiento. Los militares apostados frente a su vehículo se acercaron, bajando las armas, y abrieron todas las puertas del Nissan, observando el interior, bajo los asientos, la guantera y el maletero. Parecían un escuadrón antidrogas buscando algún indicio de cocaína, pensó. Uno de ellos sacó el bolso y lo colocó encima del espolón.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora