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Para cuando acabó su turno, una fina y molesta llovizna cubría todo el pueblo de Ashland, Oregón, en un gris y gélido manto de humedad. Se dedicó unos minutos extra a reordenar los papeles del día siguiente encima de su escritorio, además de las viejas manías: todos los cajones del escritorio cerrados, el teléfono ubicado a la izquierda del teclado de su computadora, y la silla giratoria bien centrada en el medio de la mesa. Nunca había sido un hombre de estricto orden, pero desde que se había divorciado de Susie había adquirido una pulcritud que rozaba los límites del trastorno obsesivo compulsivo. De aquello había ya transcurrido casi ocho años, y aunque al principio había utilizado el orden extremo como una forma de mantener ocupada su propia mente, siempre creyó que era una manía que iría desapareciendo con el tiempo, para dar paso al verdadero Nick, aquel que siempre dejaba las zapatillas desperdigadas por la habitación y la vajilla para fregar al día siguiente. Sin embargo, aquello no ocurrió.

Antes de salir, tomó las llaves de la camioneta Ford, su sombrero de ala ancha —uno de los últimos regalos de Susie antes de la ruptura—, y se colocó el chaquetón azul marino, cerrando la cremallera y dejando la pistola Sig Sauer 9MM por fuera, dentro de su soporte. Cruzó la puerta y cerrando la oficina con llave, se giró hacia la salida, ansioso por llegar a casa. Aquella había sido una semana muy larga.

—Que tenga buen fin de semana, inspector Jones —lo saludó su secretaria, una bonita y joven treintañera, de cerrados bucles rubios y ojos expresivamente enormes, quien acomodaba unos papeles en ficheros de metal ubicados cerca de la pared.

—Gracias igualmente, Lucy. Trata de no salir a beber por ahí, el clima está fatal y puedes pillar una gripe —bromeó él.

La escuchó reírse por lo bajo debido al sarcasmo de la afirmación, ya que ambos sabían muy bien que Lucy Bayers, su joven y simpática secretaria, jamás salía de fiesta. Nick lo sabía de primera mano, la había invitado a tomar algo unas cuantas veces, meses después de haberse divorciado, pero ella había declinado todas las propuestas. Su argumento fue que sería imposible mantener una buena relación de trabajo si los sentimientos se confundían, pero en lo más hondo de su fuero interno, Nick sospechaba que aquella no era la real causa del rechazo. Ella aún no llegaba a los treinta. Él, por el contrario, iba de camino a cumplir los cincuenta y seis. Ahí estaba la respuesta, claramente. Sin embargo, y lejos de que Lucy pudiera ofenderse, aquello había quedado como un chiste interno entre él y su secretaria.

En cuanto cruzó la puerta de entrada del departamento de policía, se subió un poco más las solapas del cuello de su chaqueta, y sujetándose el sombrero, casi trotó hasta la Ford, estacionada en su lugar reservado. Luego de subir a ella, puso la llave en el contacto, encendió el motor y luego la calefacción casi al máximo. El invierno se acercaba y comenzaba a hacerse sentir un poco más cada noche.

Sin embargo, al enfilar el camino de la avenida principal rumbo a su domicilio, Nicholas comenzó a sentirse más desanimado, como siempre le sucedía cada vez que finalizaba un día de rutina en el trabajo. Odiaba llegar a la soledad de su casa y los programas mediocres de televisión que consumía hasta dormir. Hacía mucho tiempo ya que no recordaba cuando fue la última vez que se había preparado la cena, ya que siempre pedía la misma pizza en Sundays, con extra queso y jamón. En cuanto la comida llegaba, abría la primera de las seis latas que conformaban el pack de cerveza que consumía a diario, y se sentaba en la vieja poltrona verde que había sido regalo de Susie. Un regalo de caridad, como él siempre acostumbraba decir, ya que en su nuevo apartamento no había espacio para semejante armatoste. Si no hubiera sido por ello, se lo habría llevado, como todo lo demás.

Tardó unos quince minutos en llegar a su casa, una modesta cabaña a dos aguas, con un precioso porche pintado de blanco y algunos rosales al costado. Metió la camioneta en el patio, luego que el portón automático se deslizara suavemente sobre el carril, y luego volvió a cerrarlo pulsando el botón del mando a distancia, mientras apagaba el motor del vehículo. Bajó, trotando hasta la puerta de entrada para mojarse lo menos posible, metió la llave en la cerradura y abrió, encendiendo la luz del living casi enseguida.

Luego de cerrar la puerta tras de sí, se quitó la chaqueta y el porta pistola de la cintura, dejando el arma de reglamento encima de una pequeña mesita de madera, junto a la puerta. Colgó la chaqueta en un perchero cerca del cubículo de los paraguas, junto a la pared que lindaba con su dormitorio, y tomando el teléfono en el pasaplatos que dividía el living con la cocina, marcó el número de Sundays. Luego de cuatro tonos, la voz de Molly se escuchó tras la línea, junto con un montón de ruido a utensilios de cocina y conversaciones.

—Pizzeria Sundays, buenas noches...

—Molly, soy yo.

—¡Hola Nick! Siento mucho no poder enviarte la de siempre, cariño —dijo la chica, al reconocerle la voz. Él hizo un gesto de asombro, aunque ella no pudiera verlo.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—El chico de los repartos no ha venido esta noche, tiene una gripe de los putos demonios. Ya sabes como es este clima de mierda...

—No te preocupes, veré que puedo prepararme. Seguro que debo tener algún resto de la pizza de ayer en el refrigerador.

—¡A la mesa cinco, Eva! ¡Y llevale también las papas fritas! —gritó de repente, dirigiéndose a alguien más. —Lo siento, Nick. Nos hablamos mañana, que pases buenas noches.

—Adiós, Molly —se despidió, dejando el teléfono de nuevo en su soporte.

Emitió un suspiro hondo mientras colgó los pulgares de los bolsillos del pantalón, mirando a su alrededor como si fuera la primera vez que se replanteaba la posibilidad de cocinarse la cena. Sin embargo, en cuanto abrió el refrigerador y repasó con la mirada su contenido, decidió que el mejor cambio de planes que podía hacer, era servirse dos hielos en un vaso de cristal y una generosa medida de whisky. A fin de cuentas, era algo que siempre hacia noche por medio, cenase o no. El mismo plan, la misma rutina. Sentarse a beber, mirar sus programas televisivos de siempre sin prestarle la mínima atención, solo recordando las cosas que habían pasado en su vida.

Nick odiaba lo memorioso que podía llegar a ser, y al mismo tiempo, era una condición en sí mismo que le llenaba de satisfacción. Pocas personas en el mundo podrían considerarse tan nostálgicas como él, pocas personas lo aceptaban como algo normal. Porque ahí residía el encanto de la vida, recordar tanto lo bueno como lo malo, tenerlo presente a diario, y siempre ser consciente del lugar adonde no querría volver.

¿Y dónde era ese lugar? Se preguntó. ¿A los brazos de su mujer? Era posible, se respondió también. Su amor por Susie oscilaba entre la adoración profunda y el latente resentimiento. Había sido una mujer amable, sin duda comprensible, de buen carácter y siempre sonriente. Sin embargo, en cuanto él había comenzado con la carrera de policía, el ánimo de su esposa fue en constante cambio con el correr de los meses, por desgracia para peor. Todo la molestaba, todo era motivo de cortas pero intensas discusiones que, por lo general, le amargaban el día entero, arrastrando aquel malhumor hasta la oficina de policía. Primero había sido el horario de llegada a casa, las investigaciones que se alargaban más de la cuenta y ensombrecían el ánimo de Nick. Luego, había sido el tema del orden en la casa, aquel plato sin lavar, la ropa sin doblar. La gota que derramó el vaso fue la perdida de dos embarazos, y allí la oscuridad los cubrió por completo.

Con la llegada de la ruptura, Nick había albergado la esperanza de que ambos se reencontraran en un nuevo camino de pasión, ante la amenaza de ya no verse nunca más. Sin embargo, aquello no ocurrió. El carácter de Susie ya estaba demasiado marchito como para dar un paso atrás, y, por consiguiente, él también. Firmaron los papeles de divorcio un quince de setiembre, sin más displicencias que un beso en la mejilla y un tímido "gracias", como si fuera necesario decirlo.

Acabó de servirse su vaso de whisky y se sentó en la misma poltrona de siempre, tomó el control remoto del televisor, y sintonizó el canal veinte. ¿Otro episodio de Miami Vice? Se preguntó. No, gracias. Volvió a apagar el televisor y dirigiéndose a su habitación, hizo fondo blanco con el vaso de whisky mientras caminaba. Al llegar, lo dejó encima de la mesa de noche, se quitó la ropa y se metió a la cama en cuanto el primer mareo apareció en su mente, producto de haber bebido demasiado rápido y con el estómago vacío. 

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora