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Cerca de las once, ya todos se hallaban acostados, desperdigados en toda la estancia principal de la capilla sobre sus sacos de dormir, contra las paredes y en los bancos de madera. Algunas mujeres dormían juntas, otras lo hacían solas, incluso había algunos hombres que las miraban con recelo, señal que conocían a alguna de estas chicas por alguna razón quizá mucho más profunda que todo el caos apocalíptico al cual estaban siendo sometidos. Sin embargo, Mike continuaba allí, sentado en un banco de primera fila, contemplando el púlpito y las imágenes religiosas sin decir una sola palabra. No se había movido ni un milímetro. Y al padre Lewis comenzaba a preocuparlo. Silencioso, se acercó a él y le extendió un tazón de cerámica lleno hasta la mitad con sopa enlatada.

—Toma, te traje un poco de comida. Necesitas alimento.

Repentinamente, Mike se puso de pie, sin aceptar el tazón. Caminó hasta la puerta de entrada de la capilla, apartó el banco que aseguraba los pórticos de madera y abrió de par en par. Afuera, el paisaje nocturno era desolador. El cielo se hallaba rojizo, como si hubiera un eclipse de extraños y amorfos colores. El viento caliente, semejante a una tormenta tropical, le despeinaba mechones de cabello, y las criaturas abundaban por donde quiera que mirase. Algunas entidades demoníacas caminaban en cuatro patas, otras eran bípedas y sin rostro, tal como había visto antes, pero también podía ver otros demonios diferentes. Algunos eran como una especie de humanoide con varias caras, compuesto por ocho patas y una cabeza puntiaguda y larga. Su cola, similares a las de un escorpión, se movía como un látigo, y Mike estimaba que al menos podían medir hasta dos metros o quizá más. Uno de ellos se acercó, haciendo su característico sonido chasqueante y ronco, pero al llegar al umbral de la puerta se detuvo, como si una fuerza invisible le impidiera avanzar. Ante su ruido, algunas criaturas más se acercaron e hicieron lo mismo. Luchaban por alcanzar a Mike, lo deseaban, estiraban sus patas y sus brazos intentando agarrarlo, pero no podían dar un solo paso dentro de la iglesia.

Mike se acercó a ellos, bajo la mirada confusa del padre Lewis. Se acercó cuanto pudo sin cruzar la línea divisoria de la puerta con la escalinata del exterior, y los miró con atención, como quien contempla los leones en un zoológico. Lentamente, metió su mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó el paquete de cigarrillos. Extrajo el último que le quedaba, lo encendió lentamente con el Zippo, e hizo una pequeña bolita con el envoltorio vacío. Finalmente, se lo arrojó a uno de los demonios, el cual pareció rugir aún más fuerte.

Algunas de las personas que se hallaban durmiendo se despertaron, gracias al ruido de aquellos entes, y al ver la escena hicieron exclamaciones de confusión y temor. El padre Lewis intervino, acercándose a ellos rápidamente.

—Tranquilos, ya saben que no pueden entrar, no tengan miedo —dijo, y luego miró a Mike con cierto reproche—. ¿Puedo saber que estás haciendo? Haces que la gente se ponga nerviosa, amigo.

—Solo trato de cerciorarme que no me he vuelto loco, nada más. Puedes decirle a tu gente que vayan a dormir, o a otra habitación —respondió, soltando pequeñas bocanadas de humo a medida que hablaba.

—O podrías cerrar las puertas.

—Podría —Mike hizo una pausa, para dar una pitada—. Aún no puedo creer como todo se fue al carajo. Me he pasado durante años escuchando al párroco de la penitenciaria decir que el juicio venía —hizo comillas con los dedos y afinó un poco el tono de voz mientras lo imitaba—, arrepiéntanse hijos míos, arrepiéntanse de sus pecados. Todos creíamos que era un maldito fanático chiflado, salimos de nuevo a una vida, a una sociedad. Y resulta que al final, el puto fanático chiflado tenía razón.

El padre Lewis se acercó a Mike, y le puso una mano en el pecho, mirando de reojo las criaturas que comenzaban a agolparse ante la entrada de su capilla.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora