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Por desgracia, no volvieron a hablarse durante todo el día. Abby se encerró en su habitación luego de que Liam había terminado de elegir la ropa limpia, y solo salía de allí para ir al baño y comer algo. Al pasar por las diferentes salas de la enorme propiedad, miraba a Liam de reojo, ensombrecida y dolida, como un cachorro al que acaban de darle una patada. Él, por su parte, no le daba el mínimo caso, y continuaba haciendo la tarea de acomodar todos los muebles tranquilo y sin prisa. Y en verdad, tenía sus propias razones para tratar así a su esposa.

Se habían conocido muy jóvenes, habían hecho contacto sentimental en cuanto se vieron por primera vez, él con veintiún años y ella con dieciocho. Salieron durante seis meses, y a los seis meses siguientes ya estaban casados, convencidos que eran uno para el otro, y allí fue cuando los problemas habían comenzado, luego de dos años de haber contraído nupcias. Abby se volvió intolerante, cada vez más retraída e insegura de sí misma, obsesivamente celosa a grados infrahumanos, hasta que decidieron consultar con un especialista terapeuta en cuanto la convivencia se convirtió en algo imposible. Un mes después, Abby fue diagnosticada con el síndrome de Otelo, más conocido como celotipia.

Durante el periodo en que la enfermedad la había atacado con más fuerza —según el especialista, la misma habría surgido en base al tremendo amor que sentía por Liam—, Abby no permitía que él atendiese el teléfono, saliera de casa a hacer las compras diarias, e incluso le hizo renunciar a su trabajo, para que ya no pudiera ver más mujeres en ropa deportiva. A Liam aquello le molestaba, evidentemente, pero decidió acceder por el bien de ella. El especialista, sin embargo, le recomendaba que debía ponerle un alto en cuanto tuviera la oportunidad, ya que aquello no solo era insano, sino que al darle la razón lo único que lograba era acentuar aún más su trastorno. Liam, enamorado y comprensivo, decidió ignorar aquello y elegir el camino de la paciencia y el trabajo duro, junto con las terapias, para hacerle ver a su esposa que jamás querría estar con más nadie que no fuera con ella. Finalmente, tras cinco años de terapia y medicación, Abby por fin fue diagnosticada como paciente recuperada. Aquellas constantes peleas y discusiones desaparecieron como las nubes en un día de sol, y ambos volvieron a ser la pareja candente y romántica del principio.

Sin embargo, Liam jamás había olvidado la mirada psicótica de su adorada Abigaíl cuando le daban los ataques de celos, una mirada muy similar a la que había mostrado aquella tarde. Y no le gustaba nada, en absoluto. Recordaba lo horrible de aquellos cinco largos años, dejando cosas atrás solo para intentar curar a su esposa. No permitiría que los episodios de trastorno volvieran a repetirse, no ahora, en una casa hermosa y nueva, con mil oportunidades para tener la vida que siempre habían deseado. Si era necesario recurrir a la terapia de shock, poniéndose firme y discutiendo con ella, lo iba a hacer, aunque le doliera. Pero no permitiría que las cosas se arruinaran otra vez.

Para cuando terminó de acomodar todos los muebles en su lugar, ya era casi las ocho de la noche, y estaba sudando de nuevo, así que se volvió a duchar en un santiamén para estar más fresco y limpio. Al salir de la ducha solo con un short deportivo, caminó hasta el refrigerador en la cocina, para servirse un vaso de jugo de naranja. Con el vaso en la mano, se sentó en uno de los sillones del living y encendió el televisor con el mando a distancia. A los pocos minutos, desde la puerta que dividía el living con la cocina y los pasillos, Abby asomó.

—Liam, ¿podríamos hablar? —le preguntó, con voz suave. Él la miró, parecía apenada. Se había cambiado de ropa, quitándose el vestidito con el que había viajado para ponerse algo más cómodo, un pareo de playa a la cintura y una camiseta.

—Claro, ven —respondió, haciendo lugar en el sillón. Ella caminó, descalza sobre la alfombra que cubría todo el living, y se sentó a su lado con las manos entre las rodillas.

—Lo siento mucho, me he comportado como una tonta, tienes toda la razón.

—Nunca he dicho que fueras una tonta, Abby. Ya ha pasado, está bien.

—¡No, no lo está! —exclamó ella, rompiendo en llanto. Liam la miró. —Tengo miedo por pensar que un día conozcas a alguien mejor que yo y me abandones, pero más miedo tengo aún de que mi trastorno vuelva a aparecer y nos arruine la vida. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo se puede combatir algo que no ves, y que está dentro de tu cabeza?

Él la abrazó contra su pecho, y Abby se aferró a él como una balsa en el medio del océano, apretándolo tan fuerte como podía, mientras sollozaba. Entonces Liam le respondió, a medida que le acariciaba el largo cabello rubio.

—Cariño, llevamos doce años de matrimonio, eso es mucho tiempo. ¿Aún sigues creyendo que voy a conocer a alguien más, que voy a perder todo el amor que siento por ti de un instante al otro, y me voy a marchar? Eso es imposible, de esa forma solo alimentas tus miedos.

—Lo sé...

—Recuerda todo lo que hicimos juntos, todos los años de terapia. Podría haberme ido en aquel momento, pero no lo hice. Me quedé a tu lado y vencimos aquello. Eso no va a cambiar, pero tienes que poner de tu parte también —Liam la separó de él un momento para mirarla a los ojos, le enmarcó el rostro con las manos y le secó las lágrimas de las mejillas con los pulgares—. Si tú no puedes vencer tus propias inseguridades con todo lo que te he demostrado durante este tiempo, entonces yo no podré hacer más nada por ti. Y lo sabes.

Abby asintió.

—Lo sé. Y te prometo que lo haré. Pero ya no estés enojado conmigo, por favor.

—No, no lo estaré. Puedes estar tranquila.

—Y no me vuelvas a llamar Abigaíl. Eso duele —comentó, sonriendo.

—Vaya, demasiadas exigencias en un día, ¿no crees? —bromeó él.

Abby sorbió por la nariz y se inclinó hacia adelante, para besarlo. El solo roce de los labios rosados y carnosos de su esposa fue suficiente para provocarle una erección como pocas veces habría tenido antes, quizás producida en gran parte por la reconciliación, la vestimenta de ella y el hecho de estar estrenando una casa nueva. Profundizó su beso poniéndole una mano en la nuca y la otra en un pecho, acostándola a todo lo largo del sillón, para hacer el amor como dos bestias en celo.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora