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Llegaron a Atlanta pasado el mediodía, y allí el panorama no era mejor que en el apacible pueblo de Eastman. El dúo conformado por Mike y la joven Betty Harrison se encontraron con muchas personas durante su recorrido por los barrios de la ciudad. Viajaron todo el tiempo con las armas escondidas, para no asustar a nadie. Betty con su pistola bajo la ropa y Mike con el fusil M4 bajo su asiento. Con muchas personas no pudieron hablar, ya que evitaron las zonas más complicadas por cuestión de seguridad hacia sí mismos. A menudo había personas que se aglomeraban en la calle y discutían sobre lo que podía haber causado aquello. Algunos culpaban a los extraterrestres, otros profundizaban en el terreno de la religión, otros lloraban y se lamentaban por sus seres queridos desaparecidos, otros organizaban grupos de búsqueda y otros simplemente destrozaban comercios, pretendiendo que la culpa era del gobierno. Citaban teorías conspiracionistas acerca de una reducción de población mundial planificada por una élite reptiliana, y no aceptaban que los contradijeran. Estos últimos, por lo general, eran personas que se hallaban trabajando o lejos de personas en el momento en que todo había ocurrido, y por ende, no habían visto cómo sucedieron las cosas. Los que intentaban refutarlos terminaban tomándose a golpes de puño o discutiendo, y durante todo el camino Mike pudo ver muchas riñas y contiendas grupales.

Con las personas que pudo entablar una conversación, sin embargo, tampoco pudo averiguar mucho más que le sirviera de ayuda. Todos decían lo mismo, repentinas desapariciones, en un abrir y cerrar de ojos, incluso con familiares que tenían frente a sí en aquel momento. Era una cosa de locos, decían. Al principio, muchos habían dudado de su cordura, pero a medida que las horas fueron pasando se empezaron a sentir cada vez más temerosos y abatidos emocionalmente. Al final, no les había quedado más remedio que asumir lo que estaba pasando, y por sobre todo, reconocer que no podían encontrarles una lógica explicación a los hechos. Que la gente se había esfumado en el aire, sin más, y no había nada que pudieran hacer al respecto.

Sin querer aceptar la inminente resignación, Mike continúo recorriendo durante horas calles, parques, barrios y suburbios, albergando una mínima esperanza de obtener más información, hasta que la tarde poco a poco fue cayendo, acercándose al anochecer. Decidió entonces que lo mejor que podía hacer, más que nada por seguridad de la propia Betty, era buscar una casa lo más apartada y discreta posible para pasar la noche. Se sentía cada vez más nervioso, tensionado y asustado, y eso eran cosas que, en un hombre como él, no le gustaban en lo más mínimo. Se sentía incluso peor que su primer día en la cárcel, porque allí al menos sabía como tenía que actuar. Sabía que debía pelear para ganarse su lugar de respeto y preservar su virginidad anal, que si era necesario matar debería hacerlo, y así lo había hecho. Pero ahora, ¿qué haría? ¿Cómo debería defenderse? Y eso era lo que lo atemorizaba, no conocer la situación.

Casi cuando ya estaba anocheciendo por completo encontró un vecindario privado que parecía bastante desolado. Todas las casas eran iguales, de lujo, pintadas de blanco con techo a dos aguas, sin duda debía ser algún tipo de country adinerado o residencias para funcionarios estatales, se dijo. Lo recorrió calle por calle a marcha de peatón, vigilando todo con ojo clínico, pero no había una sola casa con las luces encendidas ni nadie tampoco deambulando por las calles, así que eligió una casa aleatoriamente, estacionó en su entrada, y apagó el motor. Antes de entrar, comprobó que la puerta estuviese abierta, pero no fue así, por lo que con la culata del fusil tuvo que romper una ventana en el patio trasero para poder entrar. Revisó la primer planta y luego la segunda, y solo cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden, volvió de nuevo a la camioneta, para ayudar a Betty a bajar los alimentos y las municiones.

Cuando ya estaban seguros dentro de la casa, Betty ayudó a Mike a colocar una pequeña biblioteca frente a la ventana rota, para cubrirla y que nadie más pudiera entrar y sorprenderlos por la noche. Luego de eso, acomodaron los sillones de la sala de estar uno al lado del otro, para poder dormir cómodos y a una cercanía prudente en caso de que algo sucediera. Encendieron las luces, y mientras que Betty subía a las habitaciones superiores en busca de mantas y almohadas, Mike encendió el televisor obstinadamente, cambiando un canal tras otro, sin éxito. Todos, inclusive los canales contratados, estaban en señal de ajuste. Dando un bufido, la apagó, y lanzó el control remoto hacia atrás por encima del hombro, sin más cuidado. Miró todo a su alrededor, ahora ya con más detalle, y se metió las manos a los bolsillos de su chaqueta para buscar el paquete de cigarrillos. La casa era linda, bien cuidada, con una ancha estufa en la sala principal, cuadros elegantes y mueblería que parecía ser costosa.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora