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Despertó gracias a las pequeñas sacudidas que el padre Lewis le daba en su hombro sano. Abrió los ojos pesadamente y miró a su alrededor con el cuerpo entumecido por haber dormido en la misma posición toda la noche. Bajo el brazo derecho resguardaba la botella vacía de vino.

—¿Qué hora es? —preguntó, de mala gana. Sentía que la cabeza le zumbaba un poco, y tenía un regusto ácido en la boca que no le agradaba en absoluto.

—Poco más de las diez. Veo que has dormido bastante bien —comentó el cura, guiñándole un ojo.

—Es imposible dormir mal con un buen vino —Mike se incorporó, dejando la botella a un lado—. ¿Vas a ir por los suministros para mi brazo?

—Sí, esa es la idea. Aunque tendremos que usar alguno de los vehículos de la calle. Yo nunca tuve coche, no los necesitábamos en una villa tan pequeña.

—Vamos, pues.

Mike se levantó del banco de madera, tomó el fusil y palpó el bolsillo de su chaqueta para cerciorarse de que la Glock aún continuaba allí. En el momento en que avanzaba hacia la puerta de entrada, el padre Lewis habló.

—¿No quieres desayunar algo, antes de ir?

—Ya tendré tiempo para eso, vamos.

Mike apartó el banco de madera que cubría la entrada, mientras el padre Lewis abría las puertas. Afuera el clima era agradable. La mañana era un poco más fría de lo normal, señal que el invierno comenzaba a encrudecer. El cielo se hallaba despejado, y de nuevo, al igual que los días anteriores, ni rastro de aquellos demonios. Se detuvo al bajar las escalinatas de la portería, y observó cada coche abandonado en los alrededores, hasta que al fin señaló una camioneta Citroën familiar.

—Iremos en esa, hay bastante espacio para cargarla de cosas.

—De acuerdo —respondió el padre Lewis, viéndolo caminar hacia el vehículo y siguiéndolo detrás.

Al llegar a ella, Mike comprobó que no tenía llaves en el tablero. Jaló la palanca de la puerta, pero estaba trancada. Quizás el maldito infeliz que la había dejado allí tirada se había marchado con las llaves en su bolsillo, o se lo habían devorado aquellos bichos, daba igual. Tanto si había ido al cielo o al infierno, la cuestión era que tendría que hacerlo a la manera antigua, pensó. Sujetó el fusil con ambas manos, y le dio un potente culatazo al cristal del conductor. El vidrio estalló hacia adentro, haciendo que el padre Lewis se sobresaltara, pero Mike no lo miró. Solamente dio pequeños golpecitos con el arma en los cristales que aún quedaron aferrados de la puerta, quitó el seguro y abrió, sentándose encima de los cristales en el asiento del conductor. Tiró la M4 a los asientos traseros de la camioneta, y usando ambas manos, arrancó unos plásticos bajo el volante. Sacó una maraña de cables de todos colores y eligió dos. Los peló con los dientes, hizo un torniquete con los filamentos de cobre, y luego comenzó a tocarlos uno con otro mientras pisaba el embrague y el acelerador. Luego de cuatro intentos, el motor encendió. Mike entonces se irguió para mirar el tablero lumínico junto al velocímetro.

—Tenemos medio tanque, ¿creés que sea suficiente para un viaje de ida y vuelta?

—Sí, claro que sí. El pueblo de Winsport no está muy lejos de aquí, como a veinte minutos por la carretera ciento diez —respondió el padre Lewis.

—Andando.

Mientras Mike cerraba la puerta del conductor, el cura rodeó el coche por detrás en un ligero trote, abrió la puerta del acompañante y cerró tras de sí. Mike entonces dio un giro en U y enfiló el camino que salía del pueblo, aquel mismo camino que había hecho en loca carrera huyendo de aquellas entidades.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora