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Los primeros cinco años luego de lo sucedido con el caso Luttemberger fueron una locura: cientos de llamados por semana, entrevistas, conferencias, reuniones, todo aquello al menos hasta que decidió retirarse del Tribunal de las Naciones Unidas luego de recibir el Nobel de la paz, título que, por cierto, exhibía con mucho orgullo en un marco dorado en una de las paredes de la sala principal. Luego, para mantener su mente y su vida ocupada, había cambiado muchas cosas de la casa en numerosas refacciones, como, por ejemplo, derribar la chimenea para reconstruirla un poco más pequeña. Cuando sus padres vivían, era perfecto el hecho de tener una estufa tan grande, pero ahora que ella estaba viviendo sola, consideraba que ocupaba demasiado espacio innecesariamente. También había cambiado el revestimiento del baño y de la cocina, las puertas y algunos muebles. Sin embargo, lo único que había conservado eran los marcos tallados con símbolos de protección en todas las habitaciones. No solo era un recuerdo de su madre, sino que además, como experta psíquica, sabía que eran útiles.

Otra persona en su lugar se hubiera quedado en paz, simplemente disfrutando de la vida como una jubilada, bebiendo su café por las mañanas, leyendo un buen libro por la noche, pero Bianca no era una mujer de esas. Cada mañana era una cita con la soledad, y cada noche era una tortura infame, al recordar que había pagado un precio muy alto por triunfar. Ellis había muerto hace tiempo, sus padres habían muerto hace tiempo. Solo quedaba ella, marchitándose como una solitaria y vieja manzana en el cajón de las frutas.

Por lo tanto, se había dedicado a combatir las fuerzas oscuras que una vez le arrebataron todo lo bueno que conocía. Había trabajado para diversas iglesias, contratada con el fin de expulsar entidades parasitarias de casas de familia, espectros oscuros que causaban diversos poltergeist, y hasta incluso había llevado a cabo cuatro exorcismos con éxito. Pronto, su renombre en la comunidad esotérica creció tanto como crecía la biblioteca de sus padres, y que ahora era la suya propia. En cada nuevo caso que trabajaba, organizaba con una meticulosidad tremenda cada uno de los ficheros, documentos y expedientes sobre él, y luego los almacenaba por fecha en los estantes repletos de libros y papeles.

Sin embargo, aunque su prestigio en cuanto a la parapsicología y demonología fue aumentando a velocidades muy productivas, Bianca no podía evitar sentirse muy sola. Muchas veces, cuando se reunía con importantes sacerdotes, demonólogos, e incluso científicos que analizaban aquello como una ciencia alternativa, veía a todas aquellas personas reírse, charlar, y una parte de su alma sentía como si aquel no fuera su lugar. Los veía sonriendo en sus trajes de etiqueta, bebiendo de sus copas de champaña, degustando canapés servidos en bandejas de plata por mozos refinados, y no se sentía a gusto. Aun a pesar de tener cientos de vínculos con las más altas esferas económicas del mundo, nunca dejaba de recordar la sencillez con la que vivía antes; trabajando en su empresa, reuniéndose con los mismos amigos de siempre, saliendo a conducir por la costa los fines de semana, y respirar con alegría el olor salado de aquellas aguas.

Su cumpleaños número cuarenta fue el peor de todos. No se había levantado de la cama durante todo el día, tampoco se había comprado alguna cerveza o un postre de chocolate para festejar en la solitaria intimidad de su casa paterna. Su mente solo podía razonar el peso de una realidad terrible: estaba ya en la mitad de su vida, y aún seguía sola. Ellis había muerto hace once años, durante los cuales no había dejado de extrañarlo ni siquiera un solo día. Tampoco había dejado de verlo en breves visiones, por el rabillo del ojo, en los rincones de la casa. Lisey se había mudado a Inglaterra, tampoco podía hablar con ella o reunirse para tomar un café. Todo se había comprimido alrededor de Bianca, hasta quedar ella sola en medio de un océano abandonado. De modo que pasó todo el resto del día en la cama, llorando de a ratos, pensando que al final su padre tenía razón. Él siempre decía que la vida tenía un curioso sentido del humor, y nunca había comprendido a que se refería, hasta ese momento. Había pasado la mitad de su vida combatiendo seres del bajo infierno, salvando no solo su propia vida, sino la de los demás. Conocía un montón de gente, muchos de renombre y poderío social, y sin embargo, no dejaba de estar completamente sola.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora