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Richard no creía posible haberse enojado con Grace, pero realmente le había sacado de quicio.

¿Cómo podía no darse cuenta del peligro que corría? Se dijo. Sabía que ninguna editorial trabaja de aquella manera, por muy económicamente poderosa que fuera, nadie te pagaba por adelantado. Allí había gato encerrado, y tan solo temía por su seguridad. Si la estafaban, podría quedarse con una deuda de por vida, o peor aún, podían apropiarse de su trabajo.

Sin embargo, tenía que hacer algo, no podía quedarse de brazos cruzados, y toda aquella historia del contrato que le hizo firmar aquel tipo le daba muy mala espina, más aún cuando los beneficios eran demasiado buenos. Razonó entonces que tenía dos opciones: o podría vigilar a Grace sin que se diera cuenta, para cuidar de ella y sus intereses, intentando ceder pidiéndole perdón por su exabrupto o alguna cosa así. O bien podía volver por su cuenta al club Prestige, y observar el funcionamiento del Loto Imperial desde adentro. Si podía ver por sus propios ojos como trabajaba, como funcionaban sus miembros y su líder, entonces podría sacar mejores conclusiones.

Decidido, acabó su desayuno cuanto antes, recogió la mesa y luego se dirigió al baño, para cepillarse los dientes y peinarse un poco. Al salir, se dirigió hacia el portallaves en su biblioteca, para buscar las llaves de la casa y del coche, pero para su sorpresa, las llaves del coche no estaban allí. ¿Cómo podía ser? Se preguntó. Richard siempre había sido demasiado meticuloso en su vida personal, aún a pesar de ser un hombre, y nunca había dejado las llaves en otro lugar que no fuera su sitio destinado para ello. Aun así, comenzó a buscarlas por todos lados, entre los bolsillos de su ropa, en los bolsillos de la chaqueta colgada al respaldo de una de las sillas del living, incluso entre las estanterías de libros, pero no hubo caso, las llaves de su coche no aparecían por ningún lado.

En su mente, una idea cruzó rauda, más que una idea era como una especie de afirmación irrevocable: ¿Y si no querían que fuera?

Aquello no tenía el mínimo sentido, se dijo. ¿Si no querían quiénes? ¿Por qué se le habría ocurrido semejante disparate sin fundamento? Y mientras se hallaba de pie frente a la biblioteca, preguntándose todas estas cuestiones, un ruido le llamó la atención. Al girarse sobre sus pies, escuchando que algo se caía, pudo ver de qué se trataba: las llaves del coche estaban tiradas en medio del suelo, cerca de la mesa central. Se acercó a ellas, las recogió lo más rápido que pudo y salió de la casa, cerrando la puerta con llave y el ceño fruncido. ¿Cómo habían llegado ahí? ¿Desde donde se habían caído? Y lo que era peor: ¿Quién se las había tirado?

Lo mejor era que se calmara, se repitió mentalmente, mientras subía a su coche estacionado a un lado de la calle. Él no creía en nada paranormal, no creía en conspiraciones ni en misticismos como Grace. Richard era un hombre centrado, maduro y razonable, que solamente podía creer en lo tangible, en lo que podía ver frente a sus ojos y nada más, así que cuanto antes se dejase de tonterías, antes podría empezar a razonar con claridad para proteger los intereses de su chica de esta gente sospechosa.

Arrancó el motor y condujo con rapidez sin encender la radio, ya que no quería distraer el flujo de sus pensamientos con música. Quería llegar al Prestige con las ideas claras, como un puto Sherlock Holmes moderno, tal vez. No tenía pruebas, pero estaba convencido de que ese contrato había sido una trampa muy elaborada, tal vez destinada para pescar posibles incautos novelistas que, pecando de principiantes, confiaran en ellos. En ese caso, la culpa había sido íntegramente suya. No tenía que haber creído en Helen, ni en su invitación, mucho menos haberse registrado en su nombre y en el de Grace sin consultarle primero. Pero todas esas cuestiones serían asunto para después, por ahora, lo único que quería hacer era observar lo más posible.

En cuanto llegó al 984 de la autopista 90, se dio cuenta que allí seguían de pie los mismos dos hombres que les habían controlado la tarjeta por primera vez. En este caso, le pidieron la suya en cuanto se aparcó a un lado del camino, y luego de chequearla, le permitieron el paso a través de la enorme portería de hierro. Avanzar sobre el camino de entrada, con el perpetuo silencio del parque a su alrededor, solamente interrumpido por el crujido de la gravilla bajo los neumáticos y el ulular del viento entre los árboles, era algo hermoso, pero al mismo tiempo inquietante, como si el ambiente se sintiera extraño, aún sin saber definir el motivo de su pesar. Bajo la luz del día, el Prestige parecía ser mucho más inmenso que cuando lo habían visto la primer noche, e igual que en aquella ocasión, Richard estacionó frente a las escalinatas de mármol de la entrada, junto a la fuente decorativa. Un hombre se acercó, tomó su lugar en el sitio del conductor, y lo dirigió hacia el aparcamiento trasero de tan inmenso predio, dejando a solas a Richard entre el viento fresco y el bosque a su alrededor.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora