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En su habitación, Richard no podía pegar un ojo. Hacía más de una hora y media que estaba dando vueltas en el enorme somier, y aunque había intentado distraerse con la televisión, darse una relajante ducha, o beber algún trago del minibar, no había caso. En su mente no cesaba de ver la imagen de Lucius eligiendo a esas cinco personas, tres chicas y dos hombres. Así como tampoco había dejado de pensar en la extraña respuesta de Helen, como si hubiese sabido todo el tiempo cual era el motivo real de su estadía en el Prestige.

Dando un suspiro, se levantó de la cama, se vistió y tomando la tarjeta magnética de la habitación, se dirigió hacia la puerta. Richard sabía bien como era, no podría conciliar el sueño sin al menos indagar en algo más. Desde pequeño había sido así, hasta no completar una tarea o estar satisfecho consigo mismo averiguando algo, no se detenía.

Al salir de la habitación, se metió la tarjeta en el bolsillo y miró a ambos lados del pasillo. El silencio dentro del Prestige era sepulcral, como si no hubiera actividad de ningún tipo, y aunque era lógico de esperarse debido a la hora que era —casi las dos y cuarto de la madrugada—, no pudo evitar asombrarse. No estaba seguro el motivo, pero estaba plenamente convencido que, de alguna manera, toda la edificación parecía estar en silencio, como si los cimientos mismos del Prestige se hubieran marchado a dormir. No pudo evitar sonreír por el paralelismo de la metáfora, mientras se imaginaba unas enormes vigas de concreto cubiertas con frazadas tejidas.

Caminó por el pasillo hacia las escaleras de acceso, prestando oídos atentos. Bajó las escaleras sin hacer ruido, palpando el frio de la baranda de madera, y mientras respiraba, se dio cuenta que todo aquel sitio estaba helado. Habrían olvidado de prender la calefacción, pensó, mientras de su nariz salía el húmedo vaho de sus silenciosas exhalaciones. Sin embargo, en cuanto llegó al pasillo principal, supo casi enseguida que las cosas no estaban bien, en absoluto.

Para empezar, los cuadros pintorescos y refinados que decoraban las paredes habían cambiado. Ahora mostraban escenas infernales, horribles rostros contraídos y tétricos. Calaveras oscuras que sostenían bebés muertos, criaturas quiméricas que parecían mirar a Richard, mujeres desnudas con los senos desgarrados y rostro fantasmagórico, eran algunas de las cosas que podía ver en ellos. Sus marcos de madera estaban ahora semi corroídos, como si les hubieran arrojado ácido encima, incluso algunos de ellos chamuscados. Las lámparas Ailati que durante el día decoraban el techo, ahora eran candelabros repletos de velas negras chorreantes de cera, y el empapelado de las paredes estaba arrancado a jirones en algunos sitios, como si hubieran soltado una bestia salvaje para que destrozase todo a sus anchas.

Richard estuvo tentado por momentos ante la idea de acercarse a alguno de estos cuadros para observarlo mejor, pero la imagen que representaban era tan realista y macabra que le inspiraban un terror absoluto, dándole la impresión de que alguna de aquellas escenas le saltaría a la cara o se movería de repente.

Con paso trémulo, caminó lo más rápido posible sin mirar atrás, rumbo al salón principal. Al llegar a él, se dio cuenta que la mesa de banquetes aún seguía allí, con la única y terrible diferencia que en donde antaño había comida, ahora estaba repleto de animales muertos. Richard se cubrió la nariz con rapidez, en el instinto mismo del asco más absoluto, aunque luego se la retiró con lentitud y los ojos muy abiertos. Allí no había olor a descomposición de ningún tipo, ni tan siquiera una sola mosca revoloteando encima de los cadáveres de cerdos decapitados, cabras destripadas y cuervos desmembrados. A los costados de la mesa, en el suelo, había grandes manchones de sangre reseca, y en las paredes, las chimeneas y estufas a leña habían desaparecido. En su lugar, tan solo se hallaban cavidades latentes, como si fuera una entrada a un mundo de pesadilla. Aquellos agujeros estaban hechos de carne, al parecer, como si fuera la puerta de acceso a las entrañas de un mundo irreal, y sus paredes se movían como si fueran una garganta.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora