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Las horas pasaron, y a regañadientes, Richard aceptó comer algo, más que nada para no irse a dormir con el estómago vacío. Eligió de la gran mesa central un poco de pollo y un vaso de jugo de naranja, mientras que Grace comió unos cuantos canapés más, y ya no tomó más Martini, sino que decidió rematar la noche con agua mineral. Necesitaba tener las ideas en claro, y pensar con la mente fría.

Como a eso de las doce y media de la noche, las personas que se hallaban en el gran salón comenzaron poco a poco a irse rumbo a las habitaciones, mientras que el personal de limpieza —señoras vestidas de gris con aspecto cansino y desprolijo—, comenzaron a levantar de la mesa la comida sobrante, los platos, las copas y las bandejas usadas. Grace y Richard, por su parte, también se marcharon por los pasillos hacia sus dormitorios correspondientes.

Dentro del cuarto, Grace hizo muchas cosas. Lloró, y no sabía por qué. Suponía que era por la ingesta de alcohol, al menos ya le había pasado antes, con la única diferencia que en otras ocasiones sí tenía motivos para llorar: su soledad, su rutina, la ausencia de sus padres, el desamor. Pero, ¿y ahora cual era la razón? No lo sabía, seguía sin descifrarlo, y eso le molestaba. Sentía un fastidio que nunca había sentido antes, un odio femenino que tampoco comprendía, mientras por su mente seguía revoloteando la imagen de Helen en el parque, y ahora la imagen de Helen en la escalera del segundo piso. Lloró en silencio y golpeó con los puños el firme colchón de la cama de dos plazas. Cuando se aburrió, respiró hondo, y se metió a la ducha. Tal vez lo mejor era que durmiera un poco.

Abrió el grifo del agua caliente y de la fría al mismo tiempo, y colocándole el tapón a la bañera, comenzó a llenarla. Mientras tanto, se quitó la ropa y caminó desnuda hasta la sala de estar de la habitación, donde estaba el espejo de cuerpo entero, parándose frente a él y soltándose el cabello. Se puso las manos en los pechos, los levantó, luego los dejo caer. Sujetó el excedente de carne que había en su cintura, esos malditos rollos del infierno, y los apretó hasta hacerse daño, dejando una marca rojiza donde sus dedos habían aprisionado. Se odió de pies a cabeza, se dio asco por completo, últimamente era una costumbre casi de rutina observarse desnuda frente al espejo antes de cada baño. Cuando era adolescente y estaba descubriendo su cuerpo, le gustaba experimentar cuales eran sus zonas más erógenas, para utilizarlas bien el día que se entregara a un chico. Sin embargo, los años pasaron y hoy en día la historia es diferente. Antes se miraba por placer, ahora por angustia.

Cuando se aburrió de observarse, volvió caminando al baño, comprobó la temperatura del agua y cerró el grifo. Se ató el cabello en un moño y se metió lentamente en la tina hasta quedar con el agua hasta la barbilla. Cerró los ojos, satisfecha, y miró hacia su izquierda. En el estante que había a un lado de la tina, había una serie de frasquitos de plástico. Sacó una mano del agua y revisó uno por uno: sales minerales, gel de ducha, perfumes para baño. Puso un poco de cada uno en el agua y revolvió moviendo las piernas y los brazos, mientras que, al instante, todo el baño se aromatizó agradablemente.

—Así sí que la vida da gusto, supongo... —murmuró, cerrando los ojos y hundiéndose un poquito más en el agua.

Permaneció en el agua por más de veinte minutos, hasta que los dedos de sus manos y sus pies se arrugaron como si fuera un anciano, y la temperatura ya estaba casi fría. Salió de la tina, quitó el tapón, y mirando hacia el pequeño mueble de madera que estaba empotrado en la pared contigua al espejo, abrió la puerta y revisó hasta encontrar una bata de ducha pulcramente doblada. La desplegó, se la colocó como si fuera un gigantesco camisón y se la cerró por la cintura, haciendo un pequeño nudo simple con las tiras.

Caminó hacia el dormitorio, pensando en que sería bueno retocarse la pintura de las uñas si hubiera llevado con ella al menos un esmalte en el bolsillo, pero, ¿cómo podía adivinar que iba a quedarse allí?, se dijo. Lo mejor sería dormir, tal y como había pensado en un principio, y ya está. Se pondría a mirar alguna película hasta que la bata absorbiera por completo el agua, y en cuanto acabara de secarse, se metería en las sábanas y dormiría como si no hubiera un mañana, como si dentro de aquel sitio no estuviera su amigo y la maldita escuálida de Helen, acechando como un puto depredador sexual.

Se detuvo en seco en la mitad de la habitación, de camino hacia el interruptor de la luz. Eso era, lo tenía, se dijo. Ahí estaba su enojo, aquel que no entendía. ¿Y qué tal si Richard caía en sus garras? Se preguntó. A fin de cuentas, era un hombre, un tonto hombre igual que los demás, con una mecha de TNT entre sus piernas, en lugar de un pene. Aquello encendía y kabúm, adiós y hasta siempre. Y no podía permitir semejante cosa, no mientras ella estuviera allí. Tenía que saber que pensaba él, debía averiguarlo a como diese lugar, y debía saberlo ahora, o no podría dormir en toda la noche. Ni en esa, ni en ninguna otra, tal vez.

Caminó rápidamente hacia la sala de estar, luego hacia la puerta. Abrió y salió al pasillo principal, con sus lámparas de techo encendidas y su alfombra impecable cubriendo el piso. Luego avanzó hacia la puerta con el número que le correspondía a Richard, y le golpeó con los nudillos un par de veces. Estaba en bata, lo sabía. Y también desnuda, daba igual. La escucharía o pasaría por encima de su cadáver.

—¡Richard! —exclamó. —¿Estás despierto? ¡Ábreme ahora!

Desde adentro, pudo escuchar un leve "¡¿Pero qué carajo?!" y luego los pasos atenuados por la alfombra, acercándose a la puerta.

—¿Grace, que pasa? —preguntó en cuanto le abrió. Estaba descalzo, en pantalones, con la camisa abierta y el control remoto de la televisión en una mano.

Ni siquiera respondió, solamente le apoyó ambas manos en el pecho y lo empujó hacia adentro. Entonces entró a la sala de estar, y cerró la puerta tras de sí.

—¿Dónde está? ¿Está aquí?

—¿Dónde está quién? —preguntó él, mirándola sin comprender. —¿Te bebiste las cervezas del refrigerador?

—¡Helen! ¡No te hagas el tonto! —exclamó, furiosa.

—¿Por qué habría de estar aquí Helen? No te entiendo, Grace —dijo, avanzando detrás de ella hacia la habitación. Grace caminaba buscando como un perro rabioso. En cuanto vio la cama vacía, pareció detenerse un momento. Su mirada saltó desde la cama, la cerveza a medio terminar en medio de la mesita de noche, y la televisión encendida en el canal deportivo. Entonces se giró de cara hacia él, y Richard, confundido y temeroso por la repentina locura de su mejor amiga, la evadió hasta quedar a los pies de la cama.

—Te gusta ella, ¿no es verdad? —preguntó, mirándolo como si temiera la posible respuesta. —Por eso estabas tan asombrado cuando la viste salir hoy, acompañada por dos personas más.

—¿Qué? ¡No! No entiendo que está pasando —Richard se frotó los ojos de forma cansina, dejando las gafas a un lado—. Solo me asombré, como cuando hace muchos años que no ves a un amigo de toda la vida, y cuando te lo encuentras descubres que es gay y encima está casado con otro hombre, nada más. Por Dios...

—¡No me mientas, Richard! —exclamó ella. —Sé que en el fondo anhelas hacerle el amor, porque ella es linda, delgada, exitosa, con mucho talento literario y encima con dinero. ¡Y yo no puedo ser nada de eso! ¡Ustedes los hombres solo se pasan mirando lo externo como unos putos monos en celo, y jamás miran el interior!

—Grace, te juro que no estoy entendiendo nada. No quiero hacerle el amor a Helen, Helen no está aquí, ni lo estará nunca. ¿Qué demonios te pasa?

Sorpresivamente, ella lo abofeteó. No demasiado fuerte, pero si lo suficiente como para que sintiera el peso de su mano. La mejilla de Richard se pintó de rosa.

—¡Tonto, eres un puto tonto! —le exclamó. —¿Aún no entiendes?

—¡Diablos, no!

Como toda respuesta, Grace se desató la bata, quedándose desnuda frente a él. Richard la miró de pies a cabeza con los ojos muy abiertos.

—Entonces te haré entender. ¿No quieres hacerle el amor a Helen? De acuerdo, te creo, pero quiero que me lo demuestres. Házmelo a mí. A ver si así entiendes que siempre te he amado, y que nunca me había dado cuenta de ello.

—¿Y cuando te diste cuenta? —respondió, con la respiración agitada.

—Hoy.

Se abrazó a su cuello y lo besó con pasión. Richard abrió los brazos, sorprendido, mientras la miraba. Y luego cerró los ojos, devolviéndole tanto el beso como el abrazo, porque él tampoco sabía que la amaba hasta ese momento.

Y para ambos, fue la mejor noche de su vida.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora