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Cerró la puerta al salir, para que Mike pudiera descansar, mientras dio una rápida mirada hacia el presbiterio y las hileras de bancos de su capilla, donde las personas que allí se refugiaban hacían sus actividades diarias. Pensar en aquello lo obligó a sonreírse por la ironía de la situación. ¿Qué se podía hacer cuando el mundo se acababa de ir a la mierda? Pensó, mientras veía a Susan y Emma jugar al póker con un desgastado mazo de cartas, sentadas en uno de los bancos de la última fila a la derecha. Se miraban, sonreían e intercambiaban algún rápido beso de vez en cuando, mientras recordaba como las había condenado por su lesbianismo incluso hasta expulsándolas de su congregación, varios meses antes de que el arrebatamiento sucediera. Hoy en día, esas dos chicas fueron las primeras refugiadas que tuvo en su capilla, y las que le ayudaron a conseguir las colchonetas para que la gente durmiera cómodamente, ya que una de ellas era empleada de un gimnasio local y tenía acceso a las llaves del depósito.

Todos tenían una mala historia que contar, un pasado que les daba vergüenza o incluso remordimientos, pero el padre Lewis era el que peor se sentía de todos ellos, ya que a muchas de las personas con las que ahora estaba compartiendo un techo y un plato de comida, eran las que más de una vez había señalado con el dedo, como si él tuviera la verdad absoluta solo por ser sacerdote, como si nunca se hubiera acostado con una mujer casada. Y sin embargo, nadie lo había juzgado, sino que por el contrario, cada hombre y mujer que allí se encontraba se sentía como parte de una pequeña familia con la cual poder prosperar, o al menos, sobrevivir lo mejor posible a los tiempos venideros.

Se sentó en el borde del estrado de misa, y apoyando los codos en sus rodillas, se tomó el rostro con las manos aún manchadas de sangre en algunos sitios, dando un suspiro agotado. Jamás habría imaginado ni siquiera por un segundo de su vida, que presenciaría algo tan místico y milagroso como el llamado de Jesucristo a sus fieles, que se quedaría abajo, que vería demonios en carne propia durante las noches, y que extraería de forma casera una bala del brazo de un hombre desconocido.

—Buenas y santas para todos —escuchó que alguien saludaba, una voz de hombre que no conocía. El padre Lewis se quitó las manos de la cara y observó hacia adelante. Dos hombres entraron por la portería abierta de la capilla, uno de ellos rondaba los cincuenta años, con la nariz hinchada y ligeramente torcida a un lado. El otro, bastante más joven en comparación, vestía chaqueta de cuero, una camiseta de alguna banda de rock o similar y pantalones ceñidos. De su hombro colgaba un rifle de cacería con culata de madera lustrosa.

Se puso de pie y caminó hacia ellos tratando de poner la mejor sonrisa. Algunas de las personas que se encontraban allí —las chicas jugando al póker, algunos hombres que acomodaban las latas de comida en el rincón de las despensas, y dos mujeres que doblaban las mantas de lana— los miraron al pasar.

—Buenos días, bienvenidos —saludó, estirando su mano derecha—. ¿Están buscando refugio? ¿En qué podemos ayudarlos? Soy el padre Lewis.

—Bueno, la verdad es que sí, estamos buscando refugio —respondió el más veterano de ambos, con una ancha sonrisa—. Quizá puedan ayudarnos, yo soy Eddie, mi compañero es Rob.

—Entonces no hay problema, la capilla es grande y...

El padre Lewis no pudo terminar de hablar. El más veterano de los dos, Eddie, extrajo de su cintura un revolver, y apuntó directamente al rostro del cura, mientras lo tomaba por la solapa de su chaqueta. En un movimiento rápido, el joven que lo acompañaba empuñó el rifle y apuntó al grupo de personas dentro de la capilla, para que no intentaran ningún movimiento brusco. Asustados y sorprendidos, dieron una exclamación de temor, mientras se mantenían muy quietos en sus lugares.

—Sí, claro que la capilla es grande —consintió Eddie—. ¿Podemos entrar todos en ella y vivir pacíficamente? Por supuesto. Pero hay un problema, señor sacerdote. Lo hemos estado observando, y sé que usted le ha dado refugio a un tipo con el cual nosotros tuvimos un altercado hace muy poco. Hubo muertes en el medio, ¿sabe? Y no nos gustaría vivir junto a ese puto psicópata bajo el mismo techo. Así que le voy a pedir que, por favor, se mantenga en perfecto silencio mientras nosotros nos ocupamos de este problemita. ¿Le parece bien?

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora