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Se despertó a mitad de la noche, aunque no sabía con precisión que hora era. Pensó en mirar la hora en su teléfono celular, pero recordó en aquel momento que no estaba en su habitación, sino en la de Richard. También recordó que estaba desnuda, que habían tenido sexo como unos posesos hambrientos de lujuria. Al principio, todo había sido muy tímido, como era de esperarse de parte de una chica virgen. Sin embargo, en cuanto el deseo le fue ganando lugar a la vergüenza, se dejó hacer. Richard era un hombre atento y delicado, había cuidado al máximo de no lastimarla, allí abajo había hecho cosas con la boca que ni siquiera en sus sueños más íntimos se los hubiera imaginado, y el estallido del orgasmo se sintió como si una bomba nuclear detonara en el medio de su cerebro. Le cosquillearon los pies, se estremeció y gritó como si fuera el último día de su vida, lo disfrutó como si todos sus sentidos se gobernasen por cuenta propia, y al fin acabaron ambos al mismo tiempo. En una de las sábanas superiores de la enorme cama había una mancha tan grande como un libro de bolsillo, con forma irregular y ya reseca, que en algún momento había sido sangre fresca dentro de su cuerpo.

Observó somnolienta a su alrededor, buscando revivir aquel calor humano y abrazarse a la espalda de Richard, y quizás incluso hacerlo de nuevo. Ahora que había experimentado un buen polvo, tenía muchas cositas que quería probar en carne propia. Sin embargo, él no estaba allí, en su lado de la cama.

—¿Richard? ¿Estás en el baño? —murmuró, en el silencio de la habitación. Sin embargo, él no respondió.

Dando un resoplido, se sentó en el borde de la cama, y buscó su bata de ducha, la misma con la que había ido a la habitación en un principio, y se la colocó anudándola a la cintura. Se acercó entonces, aún descalza y sin hacer ruido, hacia el pequeño pasillito que daba hacia el baño, intentando ver si la luz del mismo estaba encendida.

—¿Richard? ­—llamó, pero el baño estaba a oscuras. Tampoco estaba ahí.

¿Se habría ido de la habitación? Pensó, sin comprender. No creía posible que hiciera una cosa así, no conocía el lugar y el Prestige era demasiado grande como para andar deambulando por ahí a mitad de la noche. Si uno era capaz de perderse durante el día, cuanto más a mitad de la madrugada. Sin embargo, no se quedaría con la intriga, tal vez Richard solo había ido hasta algún sitio, tal vez hasta la cafetería, o a cualquier otro sitio que ya intentaría preguntarle en cuanto lo encontrara. Giró sobre sus talones y caminó hacia la salita de estar de la habitación privada, tomó la tarjeta magnética que había encima de la mesa, y abrió la puerta.

Al salir al pasillo, vio que las luces del techo estaban encendidas, como en todas las áreas comunes del club. Se cerró un poco más la bata a la altura de los pechos, ya que hacía frio y encima estaba con poca ropa, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante mientras tiritaba y miraba hacia ambos lados del pasillo. Las puertas de madera de todas las demás habitaciones estaban cerradas, y no había ni una sola persona alrededor.

—¿Richard, estás por ahí? —susurró, en el silencio de la noche. No quería gritar o llamarlo demasiado fuerte, para no despertar al resto de personas que seguramente estaban durmiendo, pero al no tener ni respuesta de Richard resopló por la nariz. Cerró la puerta tras de sí, y metiéndose la tarjeta magnética a uno de los bolsillos de la bata, comenzó a caminar por el pasillo en busca de su... ¿Novio? ¿Amigo? ¿Cómo le llamaría a partir de ahora? ¿Amante, tal vez? Sonrió ante la posibilidad, repitiendo la palabra "novio" en su mente. Sonaba tan lindo, tan tierno, se dijo. Tal vez se lo propondría en cuanto lo encontrara.

En cuanto llegó al final del pasillo, vio el mismo acceso general por el que habían entrado la primera vez, donde estaban todos los demás accesos al resto de pasillos y las escaleras principales. Entonces se detuvo en seco. ¿Y si se había despertado a mitad de la noche para ir a la habitación de Helen? Se pregunto. No lo creía posible, Richard le había hecho el amor demasiado delicioso como para luego traicionarla de aquella manera, y, además, lo conocía bien, no era un hijo de puta pretencioso que se acostaba con varias mujeres a la vez. Sin embargo, necesitaba encontrarlo. No sabía por qué, pero sus sentimientos se balanceaban entre el amor que comenzaba a sentir por él —un amor de mujer autentico y fiel—, y la desazón por no encontrarlo en su habitación. Soñaba con el momento en que se despertara por las mañanas y lo primero que viese al abrir los ojos, fuera a su pareja durmiendo a su lado. Además, aquel sitio era hermoso, pero horriblemente extraño a mitad de la noche. No conocía sus pasillos, no era un lugar familiar para ella, y estar sola en aquel lugar le hacía sentirse demasiado pequeñita, como si todo el club estuviera vivo y latiese de alguna forma al saber que ella estaba ahí, recorriendo sus pasillos a mitad de la madrugada.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora