5

24 8 11
                                    

Durante el resto del día, Nick permaneció en su oficina sentado frente al escritorio, de forma meditabunda, hojeando los informes de los documentos sin prestarle ninguna atención. De a ratos entraba a sus redes sociales, revisaba su correo personal, pero no más allá. Su mente rebotaba, como un péndulo en mal estado, entre lo ocurrido aquella mañana en el interrogatorio y las palabras de aquella mujer. Había una parte de sí mismo que odiaba aquel pueblo, su profundo intimismo con cada uno de los casi trescientos habitantes que allí residían, como todos parecían conocer la vida del prójimo como si tal cosa. Y aquello lo llenaba de frustración, rabia y resentimiento. ¿Cuánta gente lo había prejuzgado en cuanto se separó de Susie? ¿Cuánta gente habló mal de él a sus espaldas, sin coraje para decirle las cosas que pensaban en la cara, solo por ser el inspector de la policía local? Era irritante, y odioso.

Seguramente Susie se había encargado de desparramar lástima por todo el pueblo, como si fuera una plaga, haciendo que todos se compadeciesen de ella. La pobre esposa del inspector Jones, minimizada por él, destratada, humillada por un hombre que sin duda no sería capaz de hacer feliz a nadie. Pero claro, nadie había venido a charlar con Nick ni siquiera una sola vez, porque era más fácil cuchichear durante la cena, o en la fila del supermercado, que preguntarle directamente a la persona involucrada. Nadie se había interesado en su versión, nadie se había detenido a pensar que simplemente el amor se había marchitado, y punto final, como una rosa olvidada demasiado tiempo en un florero.

Siempre se lamentaba por lo mismo, como si mentalmente se tirase de los pelos, pero, aunque ambos habían descuidado la relación, estaba seguro de que los conflictos entre ellos se habían acentuado con la pérdida del segundo embarazo por parte de Susie. El carácter de ambos se ensombreció hasta tal punto de que el contacto íntimo era nulo, y las pocas veces que se encontraban pasionalmente, Nick hacía su trabajo como un autómata, empujando y embistiendo como un toro, tratando de eyacular cuanto antes como si fuera un compromiso. Después, no mediaban palabras. Él se dormía, ella lloraba. Y todo seguía su curso normal.

Aburrido ya de mecerse en su silla giratoria, se puso de pie y observó por la ventana hacia la avenida. No tenía ningún fundamento continuar sentado allí, martirizando su propia cabeza con cuestiones del pasado, que ya eran demasiado lejanas como para intentar solucionar. Así que, tomando su chaqueta de piel, el sombrero de ala ancha, las llaves de su camioneta Ford y las llaves de la oficina, decidió salir a dar una vuelta por el parque. Sería bueno respirar un poco de aire, mirar las jóvenes madres con sus niños, o paseando sus perros. Por la noche seguramente pasaría por Gold Dragon, el bar más próximo a su casa. Hoy no tenía planeado emborracharse frente al televisor en su solitaria cabaña.

*****

En el atardecer, aguardaba tras el callejón como una sombra maldita, repleta de veneno, odio y rencor. Nadie lo había visto llegar, y conocía muy bien el suburbio donde acechaba, había ido allí muchas veces. Sus ojos azules, fijos en la penumbra, gélidos y filosos, escudriñaban todo ante el mínimo movimiento. Hacía por lo menos dos horas que esperaba, sabía que pasaría por allí porque la había estado siguiendo sin que se diera cuenta. ¿Cómo podría saberlo? En ese pueblo todos eran idiotas, y todos serian purgados de sus pecados.

Aquello le gustaba, le generaba un cosquilleo satisfactorio en las piernas que desembocaba en sus testículos, expectante, como un león que olfatea la sangre de su próxima víctima. El asesino de los pecados, le gustaba como sonaba en su cabeza, le gustaba imaginar las portadas de los periódicos luego que concluyera con su trabajo. El viejo inspector buscaba un caso magistral con el cual jubilarse, culminando su carrera con honores, y él se lo daría. Le daría el mejor caso de toda su vida, al maldito hijo de puta. Sonrió, se le escapó una risilla leve, aunque nadie pudiera oírlo, y luego se cubrió la boca con las manos, como si temiera que las ratas pudieran oírlo y delatarlo. Llevaba guantes, el látex se humedeció un poco ante el contacto con la fina película de sudor que le cubría el rostro, pero se los secó enseguida friccionando contra la ropa clínica. Ajustó su cofia clínica a la cabeza, y revisó que hasta incluso sus zapatos estuvieran bien cubiertos con los protectores.

Palpó el cúter retráctil en su bolsillo, una gastada trincheta de oficina que le serviría perfectamente para la ocasión, y la que descartaría después en el lugar más recóndito fuera del propio pueblo. Sin cabos sueltos, sin la mínima pista que pudiera llevar al inspector hacia él. Aquel callejón estaba sucio, podía sentir el hedor a orines rancios aun por debajo del barbijo clínico que tenía puesto. Si podía encontrar un solo indicio de su persona en un lugar tan contaminado como aquel, sin duda le daría una mamada de agradecimiento.

Pudo sentir que se acercaba aun sin verla, por el cosquilleo casi eléctrico que se repitió en todo su cuerpo, producto de la intensa adrenalina. Se acercó a la pared y esperó. En cuanto la vio pasar, asomó desde la penumbra como una exhalación maligna. Apenas tuvo tiempo para dejar caer las bolsas de las compras, algunos huevos se rompieron y la botella de salsa de soja se abrió, manchando toda la acera con su liquido negruzco. Dijo un "¡¿Qué...?!" y no pudo decir más nada. La mano de él era grande, y fuerte. Le cubrió la boca y la nariz con ella, y la arrastró hacia la oscuridad del callejón en un santiamén. Eva Raney se resistió cuanto pudo, pero no podía hacer nada para evitar su inminente destino, aquel hombre pesaba casi tres veces más que ella.

La arrojó al suelo, se sentó sobre sus caderas para evitar que lo pateara, con su mano derecha tomó un trozo de una bolsa de basura que había tirado a un lado, y liberándole la boca un instante, se lo metió dentro con precisa rapidez. Eva no pudo gritar, sintió la podredumbre deslizarse por su garganta e instantáneamente vomitó, pero con la boca llena por la bolsa solo pudo toser y agitarse de un lado a otro, ahogada. Parte de aquello afloró por su nariz, mientras que su rostro se volvió cada vez más violáceo, debido al ahogamiento. Él, entonces, tomó del bolsillo el cúter extendiéndole la hoja al máximo, y entonces comenzó a cercenarle el vientre con firmeza, pero con lentitud, mientras la miraba a los ojos, sonriendo bajo la mascarilla clínica.

Eva emitió unos jadeos glutinosos en cuanto sintió la sangre brotar de su vientre, y no tardó en morir, colapsada por la falta de oxígeno en la garganta llena de vómito y las heridas sangrantes de su cuerpo. Solo entonces cuando dio su último estertor, él escribió en su frente la palabra "Soberbia". Al terminar, se puso de pie y comprobó que no hubiera nadie merodeando por la zona. Antes de retirarse, tomó el sombrero negro que había ocultado en un rincón del callejón, dentro de una bolsa plástica, y se lo colocó junto al cuerpo. El espeso anochecer comenzaba a cubrir todas las calles progresivamente, y en aquel barrio humilde había muchos sitios con poca o ninguna iluminación, los cuales utilizaría para escabullirse hasta su coche de alquiler, donde conduciría tan lejos de allí como pudiera, para deshacerse tanto del cúter como de la ropa clínica.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora