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Durante cuatro días no ocurrieron más muertes. Fueron cuatro días en calma, cuatro días de quietud, en donde los homicidios pasaron a manos de los Federales, y pronto la policía local quedó relegada del caso.

Sin embargo, él no estaba satisfecho. Aún no decidía cual iba a ser la última muerte, pero sin duda lo único que tenía muy en claro era el hecho de que debía de ser una muerte grandiosa. Una muerte de alguien importante, que los habitantes de Ashland recordarían por siempre.

La respuesta a esa interrogante cruzó por su mente al quinto día. Sabía perfectamente a quien asesinar antes de desaparecer por completo, alguien a quien no solo dejaría mella en la historia local sino también en el propio inspector. Y ansioso por culminar su plan perfecto, emprendió camino a la casa de la víctima aquella mañana de martes. No alquiló un vehículo, ya no lo necesitaba, por lo que fue en el suyo propio. Tardó poco tiempo en llegar a la casa, ya que conducía motivado, ansioso, con la sonrisa bailándole en el rostro como si acabaran de confirmarle que había ganado la lotería.

Estacionó sin apagar el motor, se acercó a la entrada de la casa y tocó timbre. Podría entrar por el fondo, colarse por la puerta trasera y tomarlo por sorpresa, pero no sería emocionante. El verdadero placer estaba en ver las caras de las víctimas, a quienes conocía en su mayoría. Había comenzado por dos víctimas que eran cercanas a él, para evitar levantar sospechas, ya que la coartada estaba más que justificada. Sin embargo, no fue así con las siguientes, ya que no podía ser tan evidente. Un viejo dicho decía "No se caga donde se come", y vaya si tenía toda la razón del mundo.

En cuanto el viejo abrió la puerta, lo saludó, con la misma sonrisa de siempre. Era su día libre, podía saberlo por cómo iba vestido, apenas una camiseta blanca de tirantes y un desgastado pantalón jogging, la típica ropa casera para cualquier jubilado promedio. Le preguntó si estaba todo bien, pero él no respondió.

De un empujón lo hizo trastabillar hacia adentro, cerrando con rapidez la puerta tras de sí al ingresar al living, para que ningún vecino husmeara en lo que estaba pasando. El viejo se sorprendió, jamás había esperado una reacción violenta de él, pero ahora era otra persona. A veces lo era, sin querer, sin poder evitarlo. Pero cuando mataba, se sentía la persona más viva y feliz del mundo. Sabía que el viejo policía estaba tras él, y adoraba ver como jugaba con su mente, intentando enloquecerlo.

Arremetió una segunda vez, golpeando con todo el peso de su puño cerrado en la nariz del viejo, que se rompió al instante. Se desplomó sobre su espalda y el hombro derecho se le golpeó con el borde de la mesa, dislocándose. Amaba cuando la vida le daba esas pequeñas casualidades. Ahora aquel puto viejo no podría defenderse, estaría resignado a su destino, ya que con un brazo dislocado asesinarlo sería un juego de niños. Lo golpeó dos veces más, y en cuanto vio que la inconsciencia se apoderó de él, se alejó del cuerpo sangrante de Jhon, caminando hacia la cocina para buscar una cuchilla.

Sin embargo, algo sucedió. Algo que no había planificado en su modus operandi, ¿o tal vez sí? Porque, a fin de cuentas, ¿a quién quería arruinar más? ¿No le había dicho que le daría el mejor caso de su vida? La víctima solo era un medio. El premio gordo, por el contrario, era el fin. Y aquello había estado calculado al milímetro, había estado muchas veces antes en la casa del comisario Jhon Green, la conocía por dentro, sabía la ubicación de ese espejo en la sala. Sabía que se miraría en él.

Nick vio su reflejo, impávido, con el rostro desencajado por el horror más puro. Se miró las manos como si no las conociera, como si fuera un niño descubriendo su cuerpo por primera vez. Se vio los nudillos lastimados, las manos manchadas con la sangre de su colega. No solo con la sangre de su colega, sino con la de seis personas más antes que él. Al fin lo comprendía. Al fin se daba cuenta.

Las lágrimas se desbordaron de sus ojos en cuanto vio a su alrededor, dándose cuenta que estaba en la casa de Jhon. Se giró sobre sus talones con una lentitud temerosa, como si se rehusara a presenciar aquello, pero no pudiera evitarlo. Jhon estaba tirado en el suelo, con el rostro hecho una masa sangrante y el hombro torcido. Jadeaba roncamente, respirando con dificultad, pero respiraba, lo cual significaba que aún estaba vivo. Sin embargo, ya nada tenía valor para él. No podía continuar de aquella forma, no podía continuar consigo mismo sabiendo quien era en realidad. Aquel tipo tenía razón, le había dado el mejor caso de su vida, le había prometido que no lo atraparía jamás. Porque era imposible atraparse a uno mismo.

Se volvió a girar de cara al espejo, y se remangó la chaqueta a la altura de la cintura, donde tenía el porta pistola con el arma de reglamento. Una parte de su mente pensó en Jenny, también pensó en Susie. A la mierda ambas, se dijo. Otra parte de su mente escucho de forma lejana que Jhon murmuraba su nombre desde el suelo. Al carajo también.

Sacó el arma de reglamento, la amartilló, y levantándola con la mano derecha se la apoyó en la sien. Y algo en su mente, con la voz de su asesino, le murmuró: HAZLO.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora