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El resto del viaje transcurrió en completo silencio, ya que la mitad del grupo se hallaba expectante por llegar cuanto antes a su destino, y la otra mitad había quedado con los ánimos mellados gracias a la historia de Chris y su familia. En cuanto sintieron que el camión detuvo su marcha, escucharon la puerta del acompañante abrirse y el sonido de los pasos en la tierra acercarse a la parte trasera del camión. Momentos después, el coronel Wilkins asomó.

—Muy bien, hemos llegado —dijo.

Comenzaron a descender uno a uno, y en cuanto Bianca estuvo en tierra, miró a su alrededor. Efectivamente, se hallaban en medio de un páramo desolado y árido, a excepción de una única estructura cuadrada y de cemento, sin ventanas a excepción de su parte delantera donde estaba el acceso, y que suponía que debía oficiar como una base pequeña, sin duda la más pequeña que habría visto jamás. Solo estaba atendida por un oficial, en una habitación junto a la puerta. El viento desértico arrojaba finas piedrecillas sobre sus mejillas.

—¿Vamos a estar tres meses encerrados en esa lata de sardinas? —comentó ella, por lo bajo, señalando hacia la instalación.

—No, la base está abajo —respondió Bruce.

—¿Cómo abajo?

—Bajo tierra, a cuatro kilómetros de profundidad.

—Tres meses encerrada bajo tierra sin poder ver el cielo o respirar aire puro —razonó—. Ya puedo comenzar a sentir la claustrofobia invadiendo mi mente.

—Anímate, la plaza de comidas y la sala recreativa son muy confortables —dijo Bruce, guiñándole un ojo—. Podremos bailar Johnny B. Goode de Chuck Berry a todo volumen hasta las dos de la madrugada, porque no habrá vecinos que denuncien los ruidos molestos. ¿No te parece un buen plan?

Bianca no pudo evitar reír por la ingeniosa ocurrencia, mientras que el coronel apresuraba el paso hasta la puerta de acceso. El oficial que estaba dentro asintió con la cabeza en cuanto lo vio llegar, y abrió las pesadas puertas metálicas, que hicieron un siseo en cuanto el sistema de compresión se liberó.

—Por aquí, pasen por favor —indicó.

El grupo ingresó entonces al enorme cubículo completamente metálico, como si fuera un gigantesco deposito o ascensor sin botones de ningún tipo, mirando todo a su alrededor. El último en entrar fue el propio coronel Wilkins, y en cuanto las puertas volvieron a cerrarse, la voz de un hombre sonó fuerte y clara por un intercomunicador en el techo.

—Iniciando el descenso.

En aquel momento, un leve movimiento se sintió en la estructura. Bianca, Fanny, Jim y Ned hicieron un gesto abriendo los brazos, como si perdieran el equilibrio por un momento. Los demás, sin embargo, ni siquiera se inmutaron. El coronel estaba inamovible, con las manos a la espalda y el mentón en alto, como si a su alrededor no sucediera absolutamente nada. En cuanto el descenso comenzó, Bianca se dio cuenta que más allá de aquel repentino movimiento inicial, no sentían ningún tipo de vibración. Asombrada, decidió preguntar.

—¿A qué velocidad vamos? Parece como si no se moviera —le dijo al coronel Wilkins. Éste la miró.

—Descendemos a treinta y cinco kilómetros por hora, pero éste transportador cuenta con la mejor tecnología para el traslado seguro de personal militar y material de alto riesgo, así que no tiene por qué preocuparse en lo absoluto —respondió.

Breves momentos después, el ascensor se detuvo de forma apenas perceptible, abriendo las puertas de par en par. El grupo tuvo frente a sí una instalación enorme, con un extenso pasillo por delante. Dentro, un montón de militares y científicos caminaban de un lado al otro afanados en sus tareas. Bianca sintió cierta fascinación por aquello, el sitio parecía un hormiguero gigante. Todo estaba muy iluminado y en perfecto estado de pulcritud, las paredes eran blancas, similares a los pasillos de los hospitales, y el suelo estaba lustroso.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora