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En cuanto aterrizaron en Sand Gray y pudieron bajar del avión, Bianca dio un suspiro de alivio, agradecida por poder estirar un poco la espalda. Al parecer, Bruce no le había mentido, efectivamente estaban en el medio de la nada. La pista de aterrizaje tan solo era una extensión lisa de tierra, donde a su lado había un hangar lo suficientemente grande como para guardar cuatro o cinco camiones, y junto a este, una oficina no más grande que una comisaría de pueblo.

—Gracias a Dios hemos llegado sanos y salvos... —murmuró Jim, resoplando. Rebuscó con sus manos en los bolsillos de su chaqueta hasta sacar un arrugado paquete de cigarrillos Camel y una caja de fósforos. Extrajo un cigarrillo, y lo encendió con rapidez, como un drogadicto en abstinencia.

—Bien hecho, Jim. Bienvenido al club de los voladores —bromeó Bianca, dándole ánimos. Sentía una sincera empatía por su nerviosismo, ella había sentido exactamente lo mismo la primera vez que había viajado en un avión. Jim la miró, y asintió con la cabeza, haciendo ademan de sacarse el sombrero. Entonces le extendió el paquete de Camel.

—¿Quieres? —le ofreció.

—Te agradezco, he dejado de fumar hace años.

—Vaya, te envidio sanamente —le respondió, y para respetar su aire, se alejó unos metros para fumar sin molestarla.

Bianca lo observó, y agradeció mentalmente por aquello. Desde que había abandonado el hábito de fumar, le resultaba asqueante el olor de cigarrillo, y también le parecía un fastidio tener que andar diciéndole a la gente "Por favor, el humo me molesta, ¿podrías alejarte un poquito?". Encontrar a alguien que sin decirle nada se diera cuenta por sí mismo, era una bendición. Absorta en estas cuestiones, observó mientras tanto al grupo de voluntarios. Bruce estaba con las manos en los bolsillos de su pantalón, mirando distraído hacia el coronel que descendía por la escalerilla del avión, junto a tres militares. La otra chica, Fanny, estaba conversando con los otros tres hombres. En cuanto el coronel Wilkins comenzó a caminar a paso rápido hacia el grupo, un camión grande, con enormes llantas diseñadas para terrenos fangosos y una lona verde cubriendo la caja de carga, salió del hangar.

—Por favor, vengan conmigo —les indicó, en cuanto se acercó a ellos.

Caminaron hacia el vehículo siguiéndolo lo mejor que podían, más que nada las mujeres, ya que el coronel Wilkins era un hombre que daba largas zancadas en cada paso. Apresurado, Jim fumó lo más rápido que pudo su cigarrillo, y luego lo arrojó a un lado, hastiado de dar una pitada tras otra.

—¿Por qué camina así? Parece como si estuviera apurado, ni que la base se vaya a ir corriendo de su lugar —murmuró Francis, el rubio con el tatuaje en el cuello.

—Así son todos los militares, hombre. Déjalo ser —respondió Chris. Bianca pudo escucharlo, y pensó que aquel chico moreno no solo tenía rostro de cansado, sino que su voz también sonaba agotada.

En cuanto se acercaron a la parte trasera del camión, el coronel se adelantó y apoyó una mano en la escalera que pendía de la barandilla.

—Muy bien, lamento no tener un mejor vehículo, pero viajaremos por terreno árido. Señor Sandoff, usted viajará con ellos, si no le molesta —indicó.

—En absoluto, coronel —respondió Bruce. La verdad era que sí le molestaba, pero no iba a decir nada. Por un momento se imaginó que como neurocientífico a cargo del experimento, podría viajar adelante, junto con el coronel.

—Muy bien, andando.

El coronel caminó entonces hacia la puerta del acompañante del enorme camión, para subir. Francis entonces se apoyó de la escalera y le hizo un gesto a Fanny.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora