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A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Liam. Abby dormía de espaldas a él, con la espalda descubierta, por lo que imaginó que debió haber sentido calor a mitad de la madrugada y se despertó un instante para quitarse el camisón. Le dio un corto beso en el centro de la espalda, respirando el olor de su piel, y bajó de la cama con una sonrisa.

Luego de vestirse, descendió hasta la cocina para encender la cafetera, y mientras la maquina hacia su trabajo, Liam se lavó la cara con agua del grifo y se peinó un poco. Entonces pareció recordar de forma repentina el suceso de la noche anterior. No había sido terrorífico, al menos no para él, pero sí para su esposa. Le encantaría saber por dónde había entrado esa chica, y de una forma u otra lo descubriría. Determinado, salió de la cocina y comenzó a recorrer toda la planta baja de la casa, inspeccionando cada ventana, ambas puertas —la del patio trasero y la entrada principal—, y hasta el más mínimo recoveco. Sin embargo, para su pesar, no pudo encontrar ni siquiera la mínima señal de alguna abertura forzada. Todo estaba en perfecto estado, en el mismo orden inmaculado que siempre. Y aquello lo confundía aún más.

Pero también podía haber otra explicación. Una persona con una enfermedad tan complicada como la esquizofrenia podría, en su delirio, haber trepado por fuera de la casa hasta las ventanas superiores y entrar por alguna de ellas. No sabía cómo podría hacer una cosa así, pero, ¿quién sabe? Había que barajar todas las posibilidades. De modo que hasta allí se encaminó, de nuevo al piso de arriba, a revisar ventana por ventana, tanto de las habitaciones como del pasillo y el baño superior. Sin embargo, estaban todas ellas perfectamente cerradas por dentro.

Sin comprender, bajó de nuevo las escaleras hasta la cocina, que ya comenzaba a inundarse con el aroma a café recién preparado. Desconectó la cafetera, se sirvió una taza grande y avanzó hacia la mesa del living, para conectar su computadora portátil y comenzar a trabajar. Pocos minutos después, escuchó el grifo de la ducha en el piso de arriba, y media hora más tarde, cuando ya había bebido un cuarto de taza, Abby bajó a la planta principal vestida con su uniforme de ejecutiva bancaria y el típico portafolios de cuero a un lado. Lo miró en silencio, como si quisiera decirle algo, pero tuviera miedo de formular palabras. Algo en su mente le dijo que quizá ella estaba recordando la charla de la noche anterior, el terrorífico suceso que la había hecho orinarse en su camisón, todo el asunto del divorcio, el haber llorado hasta dormirse.

—Buenos días, cariño —le saludó, para romper el incomodo silencio. Abby esbozó una ligera sonrisa, que por un instante le devolvió un poco de paz a su rostro. Se acercó a él entonces, y le dio un beso en los labios. Su aliento estaba perfumado a la menta de la pasta de dientes.

—Buenos días, Liam —respondió—. Me llevo la camioneta, ¿de acuerdo?

—Adelante, ya sabes donde están las llaves.

—¿Quieres que compre algo para la cena? —preguntó, apoyándole una mano en el hombro. Liam conocía el tono de voz en esa pregunta, era el mismo tono infantil que Abby utilizaba cuando esperaba un sí por respuesta. Seguramente estaba pensando en chucherías, alguna pizza precocinada, Nuggets de pollo en salsa BBQ, o quizá el tarro de helado más grande que pudiesen comer. Entonces decidió seguirle el juego.

—¿Qué tienes en mente?

—¿Qué te parece un par de pizzas de Domino's? Las extra familiares, para comer en la cama mientras miramos una película.

—Me parece bien —asintió él, satisfecho con la idea. Le dio un nuevo beso en los labios como silenciosa despedida, y luego la observó tomar las llaves del coche, colgadas a un lado de la puerta, y salir a la calle, cerrando tras de sí. Un momento después, el arranque de encendido del motor, y luego el mismo alejándose en la distancia.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora