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El día anterior llegó casi a las ocho y veinte de la noche a su casa. Habían llevado a imprimir dos copias del libro con un amigo de Richard, un hombre de casi cuarenta años que no le quitaba los ojos de encima a la pobre Grace, y dueño de una gran imprenta en la zona céntrica de la ciudad. En cuanto salieron de allí, fueron juntos a comer a un AutoMac y luego se pasaron la tarde saboreando sus hamburguesas mientras que, estacionados a un lado del prado municipal, se divertían charlando acerca de la mala literatura que predominaba en el mercado.

Sin embargo, y una vez que hubo llegado a su casa con una de las dos encuadernaciones bajo el brazo —ya que la otra iba destinada a la editorial donde Richard trabajaba, la cual prometió presentarla él mismo—, la incertidumbre volvió a asolarle. Por un lado, estaba fascinada con tener aquello entre sus manos. No era un libro como tal, tan solo era una encuadernación con tapa transparente de plástico, un espiral blanco a un lado sujetando las hojas y una contraportada de plástico azul, pero le encantaba. Hojeaba sus páginas cada poco rato, mirando las letras pasar frente a sus ojos, las ilustraciones que ella misma había hecho en la tableta de diseño gráfico, y se sentía maravillada, como quien mira a un hijo dar sus primeros pasos por la casa. Pero, ¿serían capaces de sentir lo mismo aquellos editores a los que se presentara? Era la pregunta que asolaba su mente. Seguramente no.

Por la noche, apenas siquiera durmió. Le costaba muchísimo conciliar el sueño, daba vueltas en la cama de aquí para allá, inquieta. Por más que se había duchado antes de acostarse, por más que estaba cansada debido a todo el ajetreo del día, no lograba dormirse. Incluso hasta pensó en la opción de masturbarse para liberar ansiedad, pero no tendría sentido. Solo acabaría más cansada de lo que ya estaba, y seguramente tampoco podría dormir. Cada vez que giraba su cabeza en la almohada y veía en la penumbra de la habitación la silueta de su libro, el estómago se le comprimía en un nudo ansioso y lleno de temor por un posible fracaso.

Pero ni toda la inseguridad que padeció la noche anterior era comparable con la que estaba sintiendo ahora, a las afueras del primer club nocturno, con su libro abajo del brazo y Richard a su lado. Había ido con un vestido corto, hasta las rodillas, confeccionado enteramente de gamuza negra. Unas sandalias egipcias y el pelo recogido en una media coleta, sin maquillaje, apenas con los ojos delineados. Creía que aquello sería algo suficientemente formal para la ocasión, y cuando llegaron al sitio, lo que vio fue un bar común y corriente, con aire bohemio, decorado con antiguos televisores, cuadros en pop-art y ladrillos rojos a la vista. Entonces miró a su alrededor, el sitio estaba lleno de gente, chicos de cabello largo con manuscritos de poesías, chicas con faldas de jean, zapatillas Converse y camisetas de Led Zeppelin o Frank Zappa que fumaban cigarrillos mentolados y bebían cerveza en lata. Aquel lugar no era sitio para una inocente chiquilla con vestido formal. Su error por no haberse fijado en Google, pensó.

Sin poder evitarlo comenzó a sentirse mal, a sudar frio, a tener calambres en el estómago y resequedad en la garganta. En cuanto escuchó que la música de una guitarra comenzaba a hacerse sentir, supo que la banda invitada ya había comenzado a tocar. La gente que estaba afuera apuró sus cigarrillos y sus porros, y comenzó a entrar al local poco a poco. Entonces Richard le apoyó una mano en la espalda descubierta.

—¿Vamos, Grace? —le preguntó, pero ella no se movió de su lugar.

—No puedo hacerlo... —murmuró, paralizada.

—¿Cómo que no puedes?

—No puedo hacerlo —repitió—. Hay demasiada gente, todos ahí adentro son... —pero no encontró las palabras justas. —No puedo hacerlo.

—Claro que puedes, confía en mí, y confía en ti. Todo saldrá de puta madre, te lo aseguro.

Grace respiró hondo una bocanada de aire, y soltó por la boca.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora