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A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Mike. Aún seguía con el fusil en las manos, sobre su regazo, y tenía la cabeza ladeada casi apoyada sobre su hombro izquierdo. Un pequeño hilillo de saliva le caía de la comisura de los labios hacia la camisa, gracias al sueño profundo en el que se hallaba sumido. Cuando abrió los ojos, con pereza, se enderezó en su asiento y se limpió la boca con el dorso de la mano, luego bostezó. Sin embargo, todo el adormilamiento que sentía se desvaneció en el aire en cuanto vio a su lado el sillón vacío. Betty no estaba.

Se incorporó tan rápido que las vértebras de su espalda crujieron al cambiar de posición bruscamente. Miró hacia la puerta del baño, esperando encontrarla cerrada porque quizás ella estaba adentro, pero no. La puerta del baño estaba abierta, y ni rastro de Betty.

—¡Betty! —llamó. Ya había amanecido hacia un buen rato, no tenía miedo de levantar la voz, porque esas criaturas demoníacas solo aparecían por la noche.

Prácticamente corrió hacia la puerta principal de la cabaña, tomó el picaporte y tiró hacia sí como si quisiera desencajar la puerta de sus bisagras. Tal y como sospechaba, estaba abierta. Y el panorama afuera no era mucho más alentador que en el interior de la cabaña.

Había sangre reseca por todas partes, mezclada por las hojas caídas de los árboles, en algunos troncos y hasta salpicada en las paredes de madera de la cabaña. Por doquier podían verse trozos de cuero animal con mechones de pelo negro, una oreja y algunos pares de costillas. No cabía duda de que aquellos infectos demonios habían despedazado al pobre Doberman en cuanto cayó la noche, seguramente devorándoselo en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, la cuestión era aún mucho más horrible de lo que parecía. ¿Cuánta de esa sangre reseca podía ser del perro, y cuanta de Betty? Se cuestionó. El simple hecho de pensarlo hacia que se le comprimiera de angustia el corazón.

—¡Betty! —gritó, a viva voz. —¡Betty! ¿Dónde estás?

Un movimiento le alertó a la distancia. En el silencio boscoso de la mañana pudo percibir claramente el sonido a las hojas secas al ser aplastadas por unos pasos. Sin pensarlo, como un autómata, levantó el arma y apuntó hacia adelante. Pero por fortuna, no había nada que temer.

Betty apareció entre los árboles, con la canastilla de las provisiones colgando a un lado. En cuanto la vio, bajó el fusil sintiendo que el alma le volvía al cuerpo. Dio un resoplido, y colgándose la correa del arma al hombro, avanzó hacia ella.

—Cielo santo, estás bien... que puto susto me has dado —dijo, malhumorado.

—Lo siento.

—¿Adónde fuiste? —preguntó Mike, inspeccionando el interior de la cesta mientras hablaba. Estaba llena hasta la mitad de manzanas, debían haber por lo menos poco más de dos kilos.

—Pues cuando desperté, vi que quedaban pocas latas de comida, así que recordé que cuando veníamos para acá, me pareció haber visto un manzano al costado del camino —dijo ella—. Iba a despertarte, pero estabas tan profundamente dormido que preferí dejarte descansar.

—No debes salir nunca por tu cuenta, podría haberte pasado algo malo —dijo, rodeándole los hombros con un brazo mientras volvían a la cabaña—. Has tenido mucha suerte, pero la próxima no dudes en despertarme.

—Está bien, Mike —Betty tomó una manzana, la frotó contra su camiseta, sobre uno de sus jóvenes y redondos pechos, hasta sacarle un poco de brillo. Luego se la ofreció—. Pruébalas, yo venía comiendo un par de camino hacia aquí. Están muy buenas.

—Gracias —aceptó. Le dio una generosa mordida, y asintió con la cabeza—. Vaya, son muy jugosas. Buena elección.

—Ya ves —bromeó ella, haciendo un gesto orgulloso ensanchando el pecho.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora