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A la mañana siguiente, llegó a la oficina casi veinte minutos tarde. La madrugada anterior había vuelto a su casa a eso de las tres y veinte de la madrugada, pero no fue hasta cerca de las cuatro y cuarto en que pudo conciliar el sueño. Su mente estaba dividida en dos regiones bien definidas una de la otra: por un lado, la imagen del muerto que no cesaba de aparecer, como un foco intermitente en medio de la espesa noche. Por otro lado, la expectante ansiedad de adentrarse de lleno en la investigación de un nuevo caso.

En cuanto llegó, saludó a algunos oficiales de policía que iban y venían por el establecimiento, de camino al final del pasillo principal, hasta que sus ojos escudriñaron a Lucy, su secretaria, quien acomodaba papeles en su escritorio de recepción. Su corazón no pudo evitar dar un brinco en su pecho, creyendo ilusionado que eran los informes de la noche anterior. La saludó y acto seguido preguntó si no había llegado nada importante para él, pero grande fue su decepción cuando ella le confirmó que no tenía ningún mensaje ni papeleo pendiente.

Sin embargo, había trabajo que hacer, por lo que agradeció y pidió que lo mantuviera al tanto en cuanto llegaran los papeles del departamento científico y de la morgue estatal. Una vez en su oficina, descorrió las cortinas para que la luz de la mañana entrara por la ventana —por suerte era un día sin lluvia, al menos—, y luego encendió su computadora, sentándose frente al escritorio barnizado.

Una vez que la computadora inició, abrió un procesador de textos con hoja membretada, y comenzó a teclear una citación policial a nombre de la señora Eva Raney, ex esposa del fallecido Matt Odonnel, para prestar declaración al día siguiente, a las once de la mañana. En cuanto terminó de redactar y diagramar la citación, la imprimió, la firmó y selló a pie de página, y luego se la entregó a su secretaria para que hiciera toda la gestión de envío pertinente en aquellos casos. Una vez hecho todo aquello, se dedicó a revisar casos antiguos en los archivos de su computadora, a ver si tal vez podía encontrar alguna concordancia con viejos homicidios. Sin embargo, dudaba mucho poder encontrar algo, ya que estaba seguro de que nunca había visto algo como aquello en toda su carrera. Pero lo hacía más que nada como un método de distracción mental, una forma más de mantenerse ocupado hasta tener noticias del equipo forense.

No fue hasta la hora del almuerzo, pasadas la una de la tarde, en que los informes llegaron al departamento de investigación. Fue la propia Lucy quien llamó a la puerta de Nick, el cual se levantó de su escritorio tan rápido como una exhalación, ansioso por conocer el contenido de aquellos documentos. Sin embargo, toda su motivación menguó dentro de sí mismo rápidamente, al ver parado junto al escritorio de su secretaria al propio comisario Jhon Green, con un grueso sobre en las manos.

—Jhon, no pensé que vendrías directamente —opinó, en cuanto lo vio.

—¿Podemos charlar? —le preguntó, levantando el sobre en la mano derecha.

—Ven, pasa —Nick miró a Lucy unos instantes, y asintió con la cabeza—. Gracias.

Ambos hombres entraron a la oficina, y Jhon sacó su estrujado paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta.

—¿Te molesta si fumo? —le preguntó.

—No hay drama —Nick caminó hasta la biblioteca empotrada en la pared a la izquierda de la sala, y tomó un cenicero calado de vidrio macizo, poniéndolo encima de su escritorio frente a Jhon, que había tomado asiento y ya encendía su cigarrillo—. ¿Los informes son malos?

—Son pésimos.

—¿Cómo así?

—No hay huellas, ni rastros de piel, cabello o cualquier otro tipo de ADN. Tampoco hay huellas de zapatos en la sangre del departamento, ni nada con lo que podamos identificar al posible sospechoso. Quien lo hizo, sabía lo que estaba haciendo —respondió.

Nick miró a Jhon como si estuviera de broma. Tomó entonces el sobre amarillo de encima del escritorio y lo abrió, revisando los documentos uno por uno, tanto los informes periciales de la policía científica, como los documentos de la autopsia. Jhon tenía razón, no había ni una sola huella, ni un rastro de nada. El cuerpo estaba limpio, y el departamento también. Como si lo hubiera asesinado el propio oxígeno que lo rodeaba.

—Esto no tiene sentido —objetó, agitando los papeles en el aire—. Tiene que haber algo, por mínimo que sea. Alguien hizo mal su trabajo.

—Te digo que no, Nick. No hay nada, ni en el cuerpo, ni en todo el departamento. El departamento científico revisó hasta el baño. No hay huellas, ni rastros de ADN. Creen que quien haya hecho esto llevaba guantes, gorra de baño o cofia clínica, y cubre zapatos hospitalarios. Es una puta locura.

—¿Y el sombrero que había a un lado de la víctima? ¿Lo analizaron?

—Limpio, no hay nada —aseguró Jhon, mientras echaba humo por la nariz.

—¿Qué dicen los forenses? ¿Hay algo en la autopsia? —preguntó Nick, haciéndose pinza con los dedos en el tabique de la nariz.

—El arma homicida fue una cuchilla Niza de cocina, propiedad del occiso. Analizaron el largo y las características del corte y coincidieron con una cuchilla que había en la cocina del departamento, en un taco de madera. También está completamente limpia, por si pensabas preguntarlo —dijo, al ver la interrogante en el rostro de Nick.

—¿Y la caligrafía de la palabra lujuria en su frente?

—No hay nada que analizar, Nick. No es lo mismo que el grafólogo analice una palabra escrita a bolígrafo sobre un papel, que escrita con un cuchillo en la piel de alguien. Las letras son más rectas, no hay donde comparar.

Nick se paró de su silla, y caminó con las manos a la espalda hasta la ventana de la oficina, donde podía ver la avenida secundaria, el tráfico de aquella mañana y los transeúntes despreocupados que iban y venían por las aceras. Y por un momento los envidió, quiso tener la misma tranquilidad rutinaria que ellos.

—A ver si logro comprender esta mierda —dijo, al fin, volviendo a girarse de frente hacia Jhon—. Tenemos un homicidio, posiblemente ritualista debido a la palabra escrita a cuchillo en la frente de la víctima, y no tenemos ni siquiera una pista, por mínima que sea, del sospechoso. ¿Y tengo que aceptarlo, así como así?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? No tenemos datos, no tenemos huellas, no tenemos ADN, los vecinos junto al departamento de la víctima dieron sus declaraciones y no vieron ni escucharon a nadie, yo mismo las cotejé esta mañana.

—Tienen que revisar ese departamento otra vez, y a fondo. Algo tiene que haber, no existe el crimen perfecto, Jhon.

—No van a realizar un nuevo peritaje científico solo porque tú o yo lo quieramos, Nick, a no ser que el juez considere que puede haber algún indicio de prueba que esclarezca la causa —aseguró el comisario, sacudiendo su cigarrillo en el cenicero—. Tú lo sabes.

—Vaya mierda...

—¿Has hablado con la ex esposa?

—Aún no, le envié la citación esta mañana, para mañana a las once.

—Quiero estar aquí, si me lo permites. Tú tienes tus trucos, yo tengo los míos.

—Claro, no hay problema —aseguró Nick.

Jhon aplastó el cigarrillo sin terminar contra el cenicero de cristal, y se puso de pie.

—Voy a almorzar a dos calles de aquí, ¿vienes? —le preguntó.

—Creo que no, Jhon. Prefiero quedarme aquí, revisando los papeles. Se me fue el apetito, supongo que me entiendes.

—Como quieras, Nick —le palmeó el brazo antes de avanzar hacia la puerta—. Nos veremos luego.

Lo observó abrir y cerrar tras de sí, en cuanto salió al pasillo. Una vez a solas, caminó hacia su escritorio y se derrumbó en la silla giratoria, mirando los papeles distribuidos por la mesa, las fotos de las heridas en el cuerpo y los detalles clínicos de la autopsia. Y volviendo a revisarlos uno por uno, sintió una impotencia que jamás había sentido antes en todos sus años al servicio. Por primera vez, dudaba ser capaz de resolver aquel crimen.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora