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Aquella noche salió de su oficina bastante desanimado, mucho más de lo que le hubiera gustado sentirse, a decir verdad. A duras penas saludó a Lucy, no hizo ninguna broma como de costumbre ni le sonrió al pasar. La sombría incertidumbre que lo dominaba en aquel momento era notoria en su semblante, y lo único que lo mantenía con un ápice de esperanza, era la posibilidad de poder comprobar la culpabilidad de la ex esposa de aquel pobre tipo. ¿Quién más, si no, perpetuaría tal crimen? ¿Qué otra persona sería tan conocida por la víctima como para dejarlo pasar a su apartamento a medianoche? Tenía que ser ella, sin lugar a dudas.

Condujo a su casa como siempre, sin música, tan solo con el lineamiento de sus pensamientos muy en claro, ensayando las preguntas que haría al día siguiente una y otra vez. No quería dejar nada fuera de lugar, si realmente era ella la culpable, la haría caer en cuanto tuviera la mínima oportunidad. ¿Cómo sería capaz de presionarla? Se preguntaba. Primero intentaría por la persuasión, luego por el impacto de shock, seguramente mostrándole las fotografías de la escena del crimen. Si nada de aquello resultaba, entonces la hostigaría hasta que confesara. Sí, ese era su plan.

En cuanto llegó a su casa, realizó la misma rutina de siempre: la pistola encima de la mesita junto a la puerta, su chaqueta de piel colgada del perchero. Llamó a Sundays y para su suerte, esta vez sí tenían al repartidor trabajando, de modo que pidió la pizza de siempre. Charló un poco con Molly, le preguntó cómo iba la noche, ella respondió que todo bien, agitada como de costumbre. Nick esbozó una sonrisa, aunque ella no pudiera verla, y agradeciendo, colgó. Luego se dirigió al refrigerador, abrió la primera de las seis latas de cerveza que se bebería aquella noche, y tomó asiento en la poltrona verde frente al televisor.

La comida llegó veinte minutos después, la cual consumió hasta la mitad, ya que no tenía demasiada hambre. Cada vez que tomaba un bocado de pizza, las imágenes del crimen volvían a su mente como un latigazo de horror que le quitaba el apetito. Sin embargo, bebió mucho más de la cuenta, casi quince latas de cerveza en total, dejándolas desparramadas por el suelo de parqué de la sala. A la una y veinte de la madrugada se acostó, casi ebrio. La cama giraba en todas direcciones dentro de su mente, y eso estaba bien. Muy bien.

Se durmió casi enseguida, con la sonrisa pintada en el rostro.


*****


A la mañana siguiente, se despertó casi una hora antes de que sonara la alarma. Se sentía en extremo agotado, la cabeza le palpitaba en una jaqueca insoportable, pero se hallaba tan expectante con el interrogatorio que no podía dormir más. De modo que se levantó, se duchó con el agua lo más caliente que pudo, tomó dos pastillas de ibuprofeno luego de vestirse, y cerrando la puerta de la casa tras de sí, emprendió la marcha hacia el departamento de policía.

En cuanto llegó, se sirvió una taza grande de café, esta vez sin azúcar, y encargó de la cafetería un par de bizcochos salados para desayunar. Rara vez lo hacía, a comparación de sus compañeros, que se atiborraban a donuts y masas dulces hasta el cansancio. Pero aquella mañana sabría que no podría trabajar bien si tenía el estómago vacío. Saludó a Lucy con una ancha sonrisa y metiéndose en su oficina, aprovechó el tiempo de desayuno para comenzar a anotar las preguntas que le haría a la mujer del señor Odonnel.

A media mañana, el comisario Jhon Green llegó al departamento de policía, ingresó directamente al vestíbulo de la oficina de Nick y en cuanto Lucy le avisó que ya había llegado, el propio Nick le abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrara. Jhon se acercó hacia la silla frente al escritorio, tomando asiento, pero esta vez no fumó, aun a pesar de que Nick le había acercado el cenicero como de costumbre. En cambio, lo miró detenidamente.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora