Cerca de las cuatro de la tarde, ya estaban exhaustos de caminar, a ella le dolían los pies, y el clima era cada vez más denso. Los oscuros nubarrones que Betty había visto aquella mañana sobre el horizonte ahora se encontraban encima de sus cabezas y lo cubrían todo, hasta donde alcanzaba la vista. Aún no llovía, pero tronaba cada pocos minutos. Debian encontrar un refugio pronto, o los sorprendería el aguacero. Al pasar por un cartel que rezaba "Hugh Howell Road – Winston's Village, 15Km" Mike se detuvo en seco. Echó mano al mapa que llevaba enrollado en el bolsillo trasero del pantalón, y lo extendió en el suelo, poniéndose en cuclillas.
—¿Qué hay? —preguntó ella. Su tono de voz era apacible, y a él le confortaba volver a estar en paz con ella.
—Si continuamos por este camino llegaremos a la villa Winston, aquí —señaló con el índice en un punto en concreto del mapa—, está a quince kilómetros, podríamos ir por fuera del camino, pero nos cansaríamos más. Continuemos por este sendero que se abre a la derecha —volvió a señalar en el mapa trazando una línea con el dedo—, y ya luego continuamos recto a partir de esta bifurcación. Supongo que ahorraremos uno o dos kilómetros de caminata.
—Vamos allá, seguramente podamos encontrar refugio al menos para la tormenta. Parece un viaje muy largo y no caminaré ni loca durante quince kilómetros más.
—Ni yo, estoy deshecho. Siempre hay cabañas a medida que te acercas a un poblado, esperemos que esta no sea la excepción —Mike se puso de pie volviendo a enrollar el mapa, al mismo tiempo que un nuevo trueno se hizo escuchar—. Andando, tenemos que encontrar algo antes de la tormenta.
Continuaron durante una hora más en línea recta por el camino que avanzaba a la derecha de su posición, pero a pesar de que ya habían avanzado casi dos kilómetros, no veían ninguna cabaña o caseta en ningún punto del camino. Preocupado, Mike se detuvo un instante para apartarse del camino, adentrándose entre los árboles. Betty lo miró sin comprender.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—Tenemos que encontrar un lugar donde pasar la noche. Pronto anochecerá y la tormenta nos quita horas de luz —respondió—. Ve por el otro lado del camino, no te apartes demasiado, solo diez o quince metros de distancia con el asfalto, suficiente como para ver alguna construcción entre la maleza. Si algo pasa, grita. Vendré corriendo.
—De acuerdo —asintió ella.
Así, cada uno por su lado, continuaron caminando con los ojos bien atentos ante cualquier posible refugio. Caminar entre la vegetación no era nada fácil, pero sin duda se las arreglaban de la mejor manera para poder seguir. Unos cuarenta minutos después, y cuando las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer, Betty habló.
—¿Mike? ¡Necesito ayuda! —la escuchó con claridad exclamando por lo bajo, en el silencio del entorno. Se descolgó el M4 del hombro y corrió en su dirección. Cuando llegó a su lado la vio, paralizada por completo, mirando fijamente hacia un claro despejado de vegetación entre los árboles. Había una modesta cabaña campestre más adelante.
—¿Qué pasa?
—Mira —ella le señaló a un sitio en concreto, treinta metros por delante de ambos. Había un cadáver sentado a los pies de un fresno, con un enorme agujero de bala en un lateral de la cabeza. El cuerpo, ya hinchado y de mortecino color negruzco, yacía con la cabeza un poco ladeada, y a sus pies había un perro Doberman, de cuerpo estilizado, que mordisqueaba su brazo izquierdo. En su mano derecha el cuerpo sostenía una pistola.
—El fulano debió haberse pegado un tiro, y sin comida, su mascota está dando buena cuenta de él. Vamos, quizá la cabaña era suya —comenzaron a avanzar a una distancia prudente del animal. Sin embargo, este se giró y con el hocico teñido de rojo, los miró mientras mostraba los dientes, gruñendo—. Eh, tranquilo chico. Tranquilo... —murmuró Mike.
Betty había sacado de su cintura la Glock para apuntar al perro, temerosa. Mike le apoyó una mano encima del arma, para que la bajara.
—No es necesario matarlo, déjalo.
Continuaron caminando a una distancia prudente del animal sin perderlo de vista en ningún momento, hasta que el perro simplemente dejó de darles importancia y siguió devorando el cuerpo de su antiguo dueño. Al llegar a la puerta de la cabaña, Mike comprobó que la cerradura no estaba trancada, así que empujó la puerta despacio y sin dejar de apuntar con el fusil hacia adelante, inspeccionó la pequeña salita con atención. La cabaña era humilde, típica de veraneo o de alguien quien gusta vivir alejado de la urbanización y sus problemas. Los muebles eran rústicos, apenas un par de sillones de un cuerpo, una vieja radio Panasonic a transistores, luz corriente por generador a combustible, una mesa donde sentarse a comer apaciblemente, y una lamparilla de 50 watts colgando del techo. Al fondo de la sala había una puerta cerrada que podía suponer un dormitorio o el baño, Mike aún no lo sabía.
—Será suficiente, al menos por esta noche —comentó Betty, asomándose a mirar.
—Sí, está bien por ahora.
Ambos ingresaron y Mike cerró la puerta tras de sí con dos vueltas de llave, mientras Betty dejaba la canastilla de provisiones encima de la mesa de madera. Afuera ya casi estaba oscuro, y lo que en un principio fueron unas pocas gotas del tamaño de un centavo, ahora se acentuaban rápidamente. Mike dejó el arma a un lado de la canastilla, y se dedicó a cubrir las ventanas con todas las mantas que pudo encontrar. Aunque no tenía pensado encender ninguna luz esa noche, era mejor prevenir.
Para cuando terminaron de acondicionar el lugar, la lluvia ya era torrencial. La oscuridad dentro de la cabaña era casi total, pero ambos se habían logrado acostumbrar a ella, de modo que no veían mucho, pero si lo esencial como para no tropezarse de camino al baño, o verse mutuamente el contorno de los rostros. En uno de los sillones, Mike fumaba apaciblemente, soltando el humo despacio. Betty, mientras tanto, cenaba una lata de estofado en conserva. Desconocían que hora era, pero Mike suponía que debían ser las ocho o nueve de la noche.
—¿Sabes? Estaba pensando en algo —dijo Betty, terminando de rascar lo que quedaba en el fondo de la lata con la cuchara.
—Dime.
—¿Qué sentido tiene lo que estamos haciendo? Si, al fin y al cabo, según las escrituras en siete años vendrá Cristo y nos exterminará como quien extermina una plaga. De nada sirve sobrevivir ahora, tampoco es que vayamos a repoblar la Tierra, no sé si me explico.
—Sí, te explicas —convino Mike. Dio una pitada, y luego continuó—. Y no, no vamos a repoblar la Tierra, pero en todo caso habremos sobrevivido hasta el final. Siempre es mejor que rendirse antes de tiempo.
Una serie de ladridos los alertó de golpe. Del sobresalto, Betty casi deja caer su lata al suelo, lo cual habría significado la muerte para ambos, ya que aquellos demonios estaban nuevamente allí. Mike se levantó de golpe y sin hacer el mínimo ruido posible, le quitó el seguro a la M4. Mezclado con los ladridos del perro pudieron escuchar aquel sonido entrecortado, chasqueante y aterrador. Al instante, un quejido breve de dolor y silencio absoluto, como si el perro hubiese sido fulminado por una saeta invisible.
—Dios mío... —murmuró. Mike se colocó el índice sobre los labios y se acercó sigilosamente hacia una de las ventanas cubiertas por las mantas, para espiar. Afuera había un par de demonios bípedos y uno de los cuadrúpedos. Se peleaban entre ellos por deglutir al perro partido a la mitad, una escena mortal y atroz, que le hizo sentir a Mike como si la comida se le subiera a la garganta. Se apartó de la ventana y volvió sigiloso a su lugar en el sillón, sin dejar de apuntar con el arma en guardia.
—No saben que estamos aquí, para nuestra suerte están entretenidos con el cadáver del perro. Si quieres dormir hazlo, yo haré vigilia —susurró.
—No podré dormir con esas cosas ahí afuera.
—Como prefieras —respondió él, volviendo a hacerle la seña de que guardaran silencio.
No hablaron más nada durante el resto de la noche. Betty se sentó al lado de Mike, en el sillón que aún estaba libre, mientras él encendía un cigarrillo tras otro apaciblemente, con el fusil de asalto en su regazo, mirando fijamente a las ventanas y la puerta principal, alerta ante el menor movimiento. Pronto, el cansancio de tanto caminar y la oscuridad de la cabaña acabó por vencerlos, y ambos quedaron profundamente dormidos, mientras afuera aquellos horribles demonios continuaban deambulando de un lado al otro, buscando a quien devorar y mutilar, para enviar sus tristes y condenadas almas al infierno donde pertenecen.
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Cuentos para ir a morir
HorrorCinco cuentos cortos, cinco relatos de horror que no te dejarán respirar por las noches, y te mantendrán al filo del miedo a lo largo de sus páginas. ¿Crees que tienes la valentía necesaria para adentrarte en lo profundo de sus historias? En "El rap...