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Dos días pasaron, casi tres, sin tener noticia alguna tanto del editor al que Richard le había dado su copia, como de la chica rubia y su grupo. No había escrito más nada, a pesar de que tenía algunos proyectos en mente que le parecían sumamente interesantes, como incursionar en el terreno de la ficción o incluso el suspenso. Pero por el momento, quería descansar de la rutina al menos durante un mes o dos, a ser posible. Se acostaba tarde, se despertaba aún más tarde, y permanecía el día entero mirando realitys o series en su computadora.

Además, tampoco se sentía de buen ánimo desde aquel día en que habían salido a comer el pollo KFC al parque. Había pasado una tarde sumamente agradable con Richard, eso no podía negarlo, pero por su mente no cesaban de rondar las imágenes del estilizado cuerpo de Helen, el fraterno abrazo que se habían brindado, y la confianza con la que parecía dirigirse a él al hablar. Se debatía entre la posibilidad de reconocer que estaba celosa, y el esfuerzo de entender por qué lo estaba. No había ningún motivo para estarlo, lo quería muchísimo y sabía que él a ella también, y no dudaba de que Richard era lo suficientemente maduro como para no tener favoritismo entre amigas. Pero entonces, ¿cuál era el drama? Aún no lo sabía.

Aquel jueves había amanecido lloviznando y con unas rachas de viento helado que invitaban a quedarse en casa comiendo pizzas en la cama. Al menos esa era su idea, si no fuera porque la despertó el timbre de la puerta, sonando insistentemente. Abrió los ojos con pesadez, y manoteó el teléfono encima de la mesa de noche, encendió la pantalla y miró: nueve y cuarto de la mañana. Tal vez no había sido buena idea haberse quedado hasta las cuatro de la madrugada leyendo su novela de Tolstoi, pensó. El timbre sonó una vez más en un largo y espeso ring, y Grace dio un bufido apoyando la cara contra su almohada.

—Voy, hijo de puta, voy... —masculló.

Se sentó en el borde de la cama con los pechos al aire, mirando en todas direcciones buscando su pijama largo. Lo vio colgado de la puerta del armario, así que se puso de pie, se vistió con él y caminó a través del pasillo hacia la puerta de entrada. Al observar por la mirilla, vio a un hombre completamente vestido de negro. No parecía ejecutivo, se podía decir que el traje que llevaba era como una especie de gabardina antigua, como si de repente ese hombre se hubiera quedado estancado en los ochenta.

—¿Quién es? —preguntó, a través de la puerta.

—Soy del Loto Imperial, señorita Collins. Vengo a entregarle su tarjeta de acceso.

Tenía una voz profunda, animalescamente grave.

—¿De dónde dice? —preguntó ella, confundida. —¿Cómo sabe mi apellido?

—Su amigo se lo dio por teléfono a nuestra compañera, Helen. ¿Puede abrir, por favor?

Grace apoyó la mano en el picaporte y quitando la llave y el seguro, abrió. Al mirarlo de frente, aquel hombre parecía mucho más alto que a través de la mirilla. No llevaba paraguas, por lo que los hombros y parte del pecho de su gabardina estaba húmeda. Se la abrió sin hacer el mínimo gesto, y buscando en el bolsillo interno, le entregó un sobre de manila, pequeño.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, tomando el sobre en una mano.

—Sin esa tarjeta no podrá entrar a los establecimientos del grupo, es vital que la conserve. Adentro encontrará adjunto un documento con información útil. Que tenga buen día, señorita Collins.

Dicho aquello, se giró sobre sus talones y se alejó bajo la llovizna caminando por la acera. Grace lo siguió con la mirada unos instantes, no lo vio subirse a ningún coche, por lo que cerró la puerta y miró el sobre con detenimiento. La única solapa que tenía estaba pegada con un sello de cera rojo, que le hizo recordar a los comunicados en las películas medievales que solía mirar a veces. El sello tenía marcado una espada, un libro y una flor de loto.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora