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A la mañana siguiente, Grace se despertó pasadas las once y media. Tardísimo, teniendo en cuenta que nunca se levantaba más allá de las ocho. Pero no había podido evitarlo. La noche anterior, en cuanto escuchó que el coche de Richard se alejaba por la calle, pudo sentirse más tranquila en la intimidad de su casa. Más tranquila a la par que frustrada, de modo que arrojó la copia sobre la mesa del living, corrió hacia su habitación y se arrojó en la cama a llorar desconsoladamente. Así permaneció no supo por cuanto tiempo, hasta que, agotada, acabó por quedarse dormida. Ni siquiera se había preocupado en quitarse la ropa.

Al dormir vestida no pudo evitar sentir frio al despertar, así que, con un escalofrío, se cambió de ropa y bajó a la cocina, presurosa por encender la cafetera cuanto antes. Mientras la maquina preparaba la bebida, se cepilló el cabello frente al espejo del baño, se lavó la cara y se focalizó en no recordar nada de lo que había pasado la noche anterior. No valía la pena, era inútil. Una parte de sí misma hasta casi parecía escuchar a Richard intentando convencerla de que solamente había hablado con un par de personas en un bar cualquiera, pero que sin duda tendría mejor suerte la próxima vez, ya que no podía juzgar a todos por igual. ¿Tenía razón? Claro, no iba a negarlo. Pero no le interesaba seguir intentando, no al menos ahora.

Al escuchar el Ding de la cafetera fue hasta la cocina, se sirvió una taza casi llena y preparó cinco tostadas. En cuanto terminó de sacar el último pan del tostador, pudo oír desde algún lado de la sala a su teléfono celular sonando. Recordó entonces que, con todo el ajetreo de ayer, ni siquiera lo había llevado consigo al dormitorio. Marchó hacia la sala para buscarlo, guiándose por el tono, y no tardó mucho en encontrarlo encima del escritorio de la computadora, junto al teclado. Vio que era Richard antes de siquiera atender la llamada.

—Buenos días —lo saludó.

—Hola, Grace. ¿Cómo te sientes?

—Bastante mejor, gracias. ¿Tú qué tal?

—Todo bien, me alegra que estés bien —ella no podía verlo, pero por el tono de voz pudo suponer que estaba sonriendo—. Llamaba para invitarte a comer algo. Tengo ganas de pasar por algún local de KFC y comprar un buen balde de pollo, nos sentamos en el parque a comer como unos putos gordos, y ya de paso nos divertimos criticando la horrible vestimenta de la gente que veamos al pasar. ¿Qué te parece?

—Estás gastando demasiadas invitaciones en mí, Richie —bromeó ella—. Deberías usarlas para salir con alguna chica de tu interés.

—¿Algún día te cansaras de decir tonterías?

—No, seguramente no.

—Me lo imaginé —consintió él—. ¿Te paso a buscar a eso de las doce?

Por inercia, Grace dio una rápida mirada al reloj de pared. Tenía menos de una hora para desayunar y ducharse.

­—Doce y media, por favor. Acabo de despertarme y no me he duchado.

—Doce y media será. Nos vemos, Mabel.

—¡Que no me digas así, carajo! —le exclamó, como siempre, y luego colgó.

Dejó el teléfono de nuevo encima del escritorio, conectándolo para cargarlo, y luego volvió a la cocina para buscar su desayuno. Se sentó frente a la televisión en uno de los espaciosos sillones que decoraban la sala, con el plato de tostadas en su regazo y la taza de café bien envuelta por sus manos. Adoraba el calor que desprendía, la sensación de calor en las palmas de sus manos le parecía tan relajante como sentir el césped frio en la planta de los pies, cuando en verano caminaba descalza. Mientras comía, se puso a hacer zapping en los canales con el mando a distancia, y se detuvo en un programa de alienígenas y conspiraciones. Teniendo en cuenta que a esa hora no había nada mejor que mirar, decidió dejarse llevar por la ficción de las teorías que planteaba su conductor, un loco despeinado que parecía muy convencido de lo que estaba explicando.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora