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Casi a las once de la noche, en el Prestige, sirvieron la cena.

La verdad era que Richard tenía hambre, ya que no había comido nada en todo el día y su cuerpo extrañaba la ausencia del rutinario café con galletas saladas, que todas las tardes se preparaba mientras revisaba su correo. En cuanto llegó a uno de los dos grandes comedores del club, tomó asiento en un lugar libre de la mesa larga, dispuesta en el centro, y se sirvió una generosa porción de espaguetis con carne y salsa de pimienta. La verdad era que aquellas personas se daban muy buenas vidas, pensó, en cuanto le dio hambriento el primer tenedorazo a la comida. Allí no faltaba nada, había varios tipos de panes, refrescos, jugos naturales de frutas, y las fuentes de comida estaban a rebosar, además de que la cubertería estaba conformada únicamente por utensilios de plata.

Durante el día, no había visto nada anormal, más allá de aquella extraña manera en la que el tiempo se le había pasado volando de forma vertiginosa. Por lo demás, tanto los miembros del Loto Imperial como además las personas que lo regenteaban, no parecían comportarse de forma extraña. Mientras comía, concentrado en lo delicioso de la salsa y arrullado por el murmullo de conversaciones, su mente recordó a Grace con nostalgia y en parte también con cariño, más allá del problema que había pasado entre ellos. Le hubiera gustado mucho llevar el teléfono consigo, no solo para estar comunicado con ella, sino también para sacar fotos del lugar, aún a pesar de no saber si estaba permitido algo así. De todas maneras, volvería al día siguiente, así que en cuanto llegara a su casa la llamaría como es debido, y le contaría todo lo que sea que hubiera descubierto.

En caso de que su reciente fama no se le hubiera subido a la cabeza, pensó, y estuviera haciendo un repentino viaje por Europa o alguna mierda de esas. En ese caso estaría jodido.

De repente, casi veinte minutos después de haber empezado a comer y cuando Richard ya llevaba una buena cuenta de su plato, se percató de que todos hicieron silencio a su alrededor. Entonces levantó la cabeza y miró en todas direcciones. De una de las puertas de acceso al enorme salón comedor apareció un hombre muy alto, de facciones afiladas, como si tuviera sangre alemana o estuviera formado a punta de cirugía estética. Vestía un traje formal gris, impecable, con una corbata lisa de color negro, bien sujeta a la chaqueta por un prendedor de oro. Richard no necesitaba preguntar para saber quién era ese hombre, lo adivinaba por el repentino silencio de la sala, por los hombres que lo acompañaban —uno de ellos era el propio Will—, y por como todos habían dejado de comer en señal de respeto: Lucius Harris estaba allí, caminando con su mentón erguido, mirando a cada uno de los comensales.

Luego de observar a cada una de las personas como si estuviera analizándoles el alma, se acercó por la izquierda de una chica, bastante joven a juzgar por Richard, quizá no más de veinte y pocos años. Le apartó un mechón de cabello negro azabache, colocándoselo detrás de la oído, y sujetándole la mejilla con una romántica delicadeza, la besó apasionadamente en la boca. Entonces, cuando terminó, la chica asintió con la cabeza, sonriendo, y se puso de pie, abandonando su sitio en la mesa para acompañarlo a su lado. Lucius hizo lo mismo con cuatro personas más de forma, al parecer, completamente aleatoria: dos chicas más, y dos hombres, formando así un grupo de cinco personas en total. Luego, sin mediar palabra alguna tal y como había llegado, se alejó hacia otra puerta seguido de su pequeño grupito de seleccionados y los hombres con los que había entrado inicialmente. Solo cuando el último de ellos cerró la puerta al salir, los demás volvieron a sus platos de comida como si allí no hubiera pasado nada, conversando entre sí.

Richard no podía creer ni entender lo que estaba viendo. No estaba seguro, pero algo dentro de su línea de razonamiento le parecía que había una especie de código secreto, o algún tipo de mensaje en todo lo que había pasado. Cada uno de los hombres y las mujeres había hecho exactamente lo mismo: habían sido besados, sonrieron, se levantaron de la mesa, y se fueron con él. ¿Adónde iban? ¿Por qué los había elegido? ¿Qué pasaría después? Eran las preguntas que comenzaban a formarse en su alocada mente.

En cuanto terminó de comer, vio como el personal de servicio metía al salón una mesa con rueditas, repleta de postres dulces. Los comensales entonces se limpiaron los labios con las servilletas, se levantaron de sus lugares y procedieron a degustar los bombones y las confituras servidas. Allí fue como Richard pudo ver, entre los miembros del club, a Helen. Al parecer no la había visto antes porque estaba al final de la mesa, y ni siquiera había reparado en ella, por lo que decidió acercarse. Ella conversaba alegremente con otra chica, entre risas y gestos típicos de una picardía lésbica que solo ella entendía. Richard entonces tomó un confite de dulce de leche y chocolate, para disimular, y la abordó por la izquierda.

—Hola, Helen —saludó, luego miró a su compañera, y sonrió cortésmente—. Siento mucho interrumpir.

—Oh, en absoluto —respondió la rubia, asintiendo con la cabeza—. No hablábamos de nada importante.

—¿Puedo charlar contigo un momento? —preguntó Richard, mirando a Helen como si nada sucediera. Ella sonrió y asintió.

—¡Claro! Ven —con su mano libre lo tomó del antebrazo, y con suavidad, lo apartó del grupo de gente—. No me digas que cambiaste de opinión con lo de esta noche, nada me haría más feliz.

—Bueno, en realidad no. Pero por simple curiosidad nomas, el que entró a mitad de la cena era Lucius Harris, ¿no?

—El mismo, creí que ya lo conocías.

—No, la verdad es que no he tenido el placer. ¿Y qué se supone que hacía? ¿Por qué besó a esas personas para que se fueran con él?

Helen quedó un momento en silencio, y Richard temió haber metido la pata. ¿Podía haberlo preguntado de otra forma más sutil? La verdad era que tal vez sí, pero si ya estaba en el meollo del asunto, había que ir hasta el fondo. Nunca había sido un tipo de diplomacias y no haría excepciones esta vez. Sin embargo, su tensión se aflojo en cuanto la vio sonreír de nuevo.

—Esas personas tienen el mayor honor que podrían tener, van a trabajar junto a Lucius en sus negocios. Algunos lo ayudarán con los contratos, otros invitando gente para el club. La cuestión es que después de un tiempo aquí, todos tenemos una función que cumplir, en pago a todas las bondades que se nos brindan, además de la ayuda literaria, evidentemente —respondió—. Estarán un tiempo en prácticas, a su servicio, y cuando ya estén capacitadas comenzarán a trabajar en favor del Loto Imperial. Cada tres meses, Lucius elige a cinco miembros, les enseña durante un mes, y asunto arreglado.

—¿Cómo sabes todo eso?

—¿Acaso olvidas que yo te invité, a ti y a tu chica? —sonrió. —Ya he sido elegida por Lucius, hace bastante tiempo ya, para invitar nuevos miembros.

—Vaya, debí imaginármelo, que tonto —respondió Richard, con una risa despreocupada. La verdad era que había muchas cosas que no comprendía, y a cada minuto era peor. ¿Por qué tenían la necesidad de "reclutar" nuevas personas cada cierto tiempo? ¿De dónde sacaba Lucius Harris el dinero para financiar todo aquello, década tras década? Y por sobre todo, ¿por qué las elegía con un beso, como si fuera una suerte de religión o logia? Sin duda tenía mucho para investigar.

La mano de Helen en su mejilla le hizo volver a la realidad, haciendo que abandone sus pensamientos. Y entonces, con una sonrisa que a Richard le pareció lo más mortalmente falso que había visto en su vida, le dijo una frase que no podría olvidar en mucho tiempo, como si hubiera adivinado sus pensamientos con solo mirarlo a los ojos:

—¿Cómo podías saberlo, Richard? No puedes imaginar lo que no conoces, por eso estás aquí, para descubrir e investigar.

Le acarició la comisura de los labios con el pulgar, y se dio media vuelta para alejarse de nuevo a la mesa de dulces, como si allí no ocurriese nada en absoluto, como si no hubiera dejado a Richard petrificado de pie en el medio del salón, varado en un océano tormentoso de preguntas y acertijos. Y entonces, mientras miraba a todas esas personas conversar entre sí bebiendo sus copas de espumante y devorando dulces, se dio cuenta que algunas sonreían mientras hablaban. Una mueca difusa pero deforme, demasiado estirada, irreal. Algunas comisuras llegaban hasta las mejillas, algunas bocas tenían dientes de más, y algunos ojos parecían resplandecer con oscura malicia.

Richard sintió con un escalofrío que ya no quería estar más allí, por lo que sin decir nada, se giró sobre sus pies y emprendió la marcha hacia las habitaciones, casi trotando. Ahora mismo, lo único que necesitaba era una ducha y una buena dosis de horas de sueño, para salir de aquel club en cuanto los primeros rayos del sol despuntaran en el horizonte. 

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora