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No sabía qué hora era, lo único que pudo oír de forma insistente, bajo el oleaje del sueño profundo, era el timbre del teléfono sonando en el living. Afuera, la llovizna se había intensificado, podía notarlo por las gotas de agua que golpeaban contra el cristal de la ventana de su dormitorio. Adormecido, se giró en la cama hasta sentarse en el borde, y frotándose los parpados, se irguió aún descalzo.

—¡Ya voy, maldición, ya voy! —exclamó, molesto.

Caminó hacia el living y acercándose al pasaplatos, descolgó el tubo y atendió.

—Hola.

—Nick, siento despertarte a esta hora —era la voz del comisario Jhon Green. Pudo reconocerlo fácilmente aún bajo el sopor del sueño, aquel acento herméticamente británico podía distinguirse sin mayores dificultades.

—¿Qué pasa? —preguntó, sabiendo de antemano la posible respuesta. Si el comisario lo llamaba a tal hora de la madrugada, nada bueno podía ser.

—Tenemos un homicidio en la avenida Winston, lo acaba de reportar la casera del edificio.

—¿No podemos esperar hasta mañana, Jhon? El cuerpo no se va a ir a ningún lado.

—Esto es diferente, Nick. Debes venir enseguida, lo entenderás cuando lo veas —insistió.

—De acuerdo, espera un momento —se alejó del teléfono un segundo, para buscar una libreta de anotaciones en el pasaplatos de madera, junto a un bolígrafo de punta fina. Luego volvió al tubo del teléfono, sujetándolo con el hombro—. Dime la dirección.

—Siete tres ocho, Winston. Piso nueve. Apartamento dos quince.

—Nos vemos allí —dijo, y colgó.

Volvió caminando a su dormitorio, con paso lerdo, tratando de asimilar la idea de que debería abandonar el calor de su cómoda cama, para investigar un homicidio. ¿Qué tenia de importante aquello, que no podía esperar hasta la mañana? Se cuestionaba una y otra vez. Amaba la carrera de policía, pero detestaba cuando tenía que abandonar todo fuese la hora que fuese, para salir corriendo a atender un posible caso. Solamente había ocurrido dos veces, en sus casi veinticinco años al servicio de la ley. La primera vez había sido con las víctimas de un asesino serial de indigentes, en Wisconsin, un caso que le llevó casi cuatro años de investigación hasta dar con el culpable. La segunda vez, había sido con un traficante de heroína, el más importante de todo Manhattan, una investigación que le había durado once meses. Por experiencia propia, ya tenía más que sabido que cuando lo llamaban a mitad de la noche, era porque se venía un caso importante.

Se sentó en el borde de la cama para vestirse, con sus botas revestidas en cuero y sus pantalones de pana, una camiseta blanca y dos suéteres de lana, ya que imaginó que la madrugada debía estar gélida a esas horas. Por inercia, estiró un brazo hacia la mesilla de noche, donde estaba su reloj de pulsera junto al típico vaso con agua, y lo miró. Dos y cuarenta de la noche, efectivamente, debía hacer un frio de cagarse, pensó.

En cuanto estuvo vestido, caminó hasta el baño para mojarse la cara, peinarse un poco y cepillarse los dientes. Al salir, se dirigió a la puerta de entrada, deteniéndose un momento para abrocharse el porta pistola con la 9MM a un lado de la cintura, tomar el apunte con la dirección del crimen y ponerse la chaqueta azul de piel con la insignia policial. Tomó las llaves de la Ford y las de la casa, abrió y salió al porche, cerrando con llave mientras sentía que la punta de su nariz se enfriaba a una rapidez tremenda.

Caminó tan rápido como pudo hacia la camioneta, abrió la puerta del conductor con la llave, teniendo que soportar unos segundos la intensa llovizna casi aguanieve, hasta poder zambullirse dentro del vehículo. Puso la llave en el contacto, e intentó cuatro veces encender el motor del coche, el cual arrancó a la quinta vez, debido a que el motor estaba demasiado frio. Entonces, mientras dejaba la Ford moderando revoluciones con normalidad, sin acelerarla para que se entibiase, encendió la calefacción y apoyó las manos en el volante, mirando hacia la propia cabaña, esbozando una sonrisa. Ah, sí... podía sentirla. Esa emoción previa a la cacería de una buena investigación, el hecho de visitar una escena del crimen casi en forma exclusiva, antes que cualquier Federal o empleaducho del gobierno. Odiaba salir a mitad de la madrugada y que le interrumpieran el sueño, pero el sabor intenso del detectivismo policial era algo que le fascinaba en igual medida. Una relación de amor y odio, como si dentro de sí mismo hubiera dos personas diferentes.

Cuentos para ir a morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora