Capítulo 64 (Recados de la reina)

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AÑOS ATRÁS

—Sí, madre... —le escuché a Aiden decir, rodando los ojos.

Me había acompañado a la cocina solo para observarme terminar de hacer la cena, dándome apoyo moral.

—Mañana estaré aquí, no sé de qué te quejas, nunca falto a las reuniones. Estas siendo dram...que sí, que ella también... Madre, vive aquí, por Dios, ya, calmate.

Intenté disimular mi sonrisa burlona.

—Sí, sí, ¿sabes qué? Si no aparezco, llamame cuantas veces quieras, me tengo que ir.

—Pero si no estás haciendo nada —expuse para meterlo más al medio y se colocó un dedo en sus labios para que me callara repentinamente.

—De acuerdo, descansa.

Cuando colgó la llamada, me miró con la ceja alzada.

—Inservible —susurré.

Aiden se acercó a mí, mirando los plátanos que pelaba para poder freirlos y arrugó el ceño.

—Con razón nunca quedan plátanos cuando los haces tú.

—Para pelarlos hay que tener arte también —justifiqué.

Tomó uno, alzándolo, que parecía maldecido. Bueno, con ese sí me pasé.

—Eres una ofensa hacia la patria Dominicana —señaló y lo miré con mala cara.

—No vuelvas a pedirme que te haga de cenar —gruñí y me sonrió ampliamente con carita de niño bueno.

No, no, no me iba a dejar endulzar el oído.

Se acercó desde detrás, y colocó sus manos sobre las mías, ubicando su rostro encima de mi hombro, quedando mejilla con mejilla.

—Estoy hablando enserio.

—Ven, amor, ven —la risita de cómplice se la podía escuchar perfectamente.

—No te burles de mí, Aiden Alvarado —fingí molestia.

Su aroma me llegó, acabadito de bañarse. Había llegado agotado luego de llegar de la empresa y aquí me tenía como una esclava.

—Ve consiguiéndome el maldito anillo ya —bromeé.

—Me encanta verte en tu hábitat natural.

—¿Y cuál sería ese?

—maldiciendo todo y quejándote hasta de respirar.

Lo miré con ironía.

—No me jodas, no parece. Nada más te la pasas "vinis diji di sir tin drimitici"

Su risa retumbó en la cocina, melodiosa para mí. Podría vivir ese momento. La paz se respiraba, pesar de todo lo que ocurría fuera, estaba en mi casa, en mi hogar.

Mantuve en mi memoria cómo sus manos se aferraban a las mías y cómo su sonrisa pareció aclarar rincones de oscuridad. Él tenía esa luz propia, él era vida.

Me ordenó en silencio dejarme llevar por sus manos, que se veían gigantes en contra de la mía. Yo parecía tener la mano de una nena.

Mantuvo los movimientos acordes, enseñándome cómo pelarlo correctamente y lo dejé a regañadientes.

—Empiezas desde aquí, con esta parte del cuchillo, ¿lo ves?

Ni siquiera  había estado escuchándolo, me había perdido en el momento en que se ubicó tan cerca de mí y me puse a pensar otras cosas más importantes que pelar el maldito platano.

Entre caos y reglasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora