Capítulo 32:

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Pía Melina.

El tiempo la mayor de las veces es solo un recurso inexistente en nuestras vidas. No duda en correr cuando es necesario llevándose consigo las oportunidades que solo se presentan en ciertos momentos.

Han pasado casi cinco días desde el lastimoso incidente en casa del vejete de Dante, lo peor es que no dejo de pensar en la forma tan descarada en la que actúe.

Apresuro mi caminar por los ya menos concurridos pasillos de mi universidad corriendo de manera apresurada. Mi respiración es una locura, al igual que mis latidos.

Acomodo mejor mi gorro encima de mi cabeza, acoplando mis  cabellos debajo de este para sostener con mi otra mano la correa de mi pequeña mochila.

Paso por el aula de música donde se encuentra la pelinegra sonriendo feliz de la vida, mientras ajusta su guitarra acústica; le lanzo un beso que recibe más que gustosa. Acentúo la sonrisa en mis labios, deslizándome hasta el aula de periodismo donde dejo algunos formularios para sin tener tiempo a saludar a nadie salir corriendo a toda marcha.

Tomo un desvío, pasando por el baño cuando escucho unos murmullos donde mi nombre está incluido; pero solo prefiero ignorarlos lo máximo posible porque en este lugar sino hablan de ti no están bien.

Finalmente con el corazón en la boca me detengo en la puerta de mi aula de Historia Universal, desvío mi mirada a mi reloj de muñeca, descubriendo que llevo retraso por dos minutos más o menos; al menos eso me quiero decir para no sentirme tan fatal.

Doy dos suaves toques que son más que suficientes para encontrarme con el rostro para nada amable de quien menos consideración tiene conmigo a pesar de ser su mejor estudiante.

—¿Estas son horas de llegar, señorita Melina?

Golpea suavemente su mano con el palo de madera que siempre usa para señalar a la pizarra, mostrando su ceño fruncido en una mueca de disgusto.

Los nervios toman fuerza dentro de mí, la vergüenza se suma tiñendo mis mejillas de un rojizo potente, ocasionando que baje la mirada nerviosa y comience a morder mi labio inferior.

—Yo... lo siento señor Bernabé —mi voz sale baja, prácticamente en un susurro poco audible—, me retrase más de lo debido por culpa del bus que...

—No me valen las excusas, espero que esta sea la última y primera vez que sucede.

Me lanza una mirada desaprobadora para después dejarme entrar a las clases.

Elevo mi mirada, cruzándome con los ojos azules del pelirrojo que solo me mira con desprecio y asco, a la vez que la pelinegra comienza a hacer señas para que me siente a su lado. A pesar de mi batalla mental, el silencio incómodo que se ha creado justo en el momento que he abordado al aula, afianzo mi agarre en la tira de mi mochila y antes de pensar mucho, le muestro un mohín de disculpa a Mérida para después dirigirme al último asiento que se encuentra al lado del enorme ventanal de madera.

Las hileras son cuatro, y me decanto por la séptima silla de esta que está al lado derecho del aula.

Respiro, necesitando de toda la fuerza de voluntad posible para soportar el tiempo necesario sin sentirme más que incómoda por las miradas de asco que me envía Soraya; la castaña que lleva enamorada del pelirrojo y que lamentablemente por mi culpa la rechazaron millones de veces. Maldigo a todo el tener que pasar por su lado, y más cuando una sonrisa maliciosa se apropia de sus labios, demostrando que algo se trae entre manos y es obvio que no se trata de nada bueno.

Esquivo la mochila para, mientras el profesor comienza a ponerse en función, escuchar las palabras que salen de la boca de la castaña que me hacen tensar cada parte de mi anatomía esbelta.

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