Capítulo 2:

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Dante Vivaldi.

El móvil vibró sobre la superficie de mármol negro, rompiendo el débil silencio que se había instalado en la habitación. Era como un recordatorio constante de la vida que me perseguía, de las promesas que había hecho y los errores que no podía deshacer. Cuando vi el nombre en la pantalla, mi estómago se contrajo.

Il tempo sta per scadere, figliolo.
El tiempo se agota, hijo.

Leí el mensaje una vez, luego otra, como si las palabras pudieran cambiar con cada lectura. Pero el significado era claro. Cerré los ojos, sintiendo cómo el aire se volvía pesado a mi alrededor. Mi pecho ardía con un dolor que no podía ignorar. Los recuerdos volvieron con la fuerza de una tormenta: Fiorella, su risa, su confianza, y cómo todo eso se convirtió en polvo por mi culpa.

El vapor del baño envolvía la habitación como una nube espesa, densa, sofocante. Pasé una mano por el espejo empañado, pero el reflejo que apareció no me ofreció consuelo. Mi cabello castaño mojado caía en mechones desordenados, y las gotas de agua resbalaban por mi piel tatuada. En mis ojos, el brillo de un hombre que alguna vez soñó con libertad había desaparecido hacía mucho tiempo.

Cada línea de tinta en mi cuerpo era una confesión silenciosa de los pactos que había hecho y las cadenas que ahora me ataban. Huir del infierno no era una opción; el diablo siempre cobraba su deuda.

Solté un suspiro pesado y me incliné sobre el lavabo, el agua fría escurriéndose entre mis dedos. Sentía el peso de cada decisión sobre mis hombros, un lastre que me hundía un poco más con cada día que pasaba.

El sonido del móvil me arrancó del trance, su vibración resonando como un eco en mi mente. Vi el nombre en la pantalla. «Mierda». No estaba listo para esa conversación. No estaba listo para nada, en realidad.

Me aparté del lavabo y caminé hacia la puerta. La habitación al otro lado estaba bañada por la luz tenue del amanecer. El aire frío golpeó la planta de mis pies, pero el escalofrío no logró sacarme de mi entumecimiento.

Y entonces la vi.

Ella estaba de pie junto a la ventana, la luz del sol envolviendo su silueta desnuda como si la acariciara. Su cabello negro caía en cascada por su espalda, y sus ojos verdes me observaron con un brillo que conocía demasiado bien. Había deseo en ellos, sí, pero también una chispa de algo más oscuro, algo que me tentaba y me repelía al mismo tiempo.

—No esperaba que te levantaras tan temprano —dijo, su voz suave como un susurro.

Me apoyé en el marco de la puerta, observándola con una mezcla de fascinación y agotamiento. Había algo en ella que me recordaba a una serpiente: hermosa, peligrosa y completamente imposible de ignorar.

—Tampoco esperaba tener que lidiar con esto tan pronto —respondí, mi voz ronca por el sueño y el peso de las palabras que no dije.

Ella sonrió, ese tipo de sonrisa que prometía problemas. Caminó hacia mí, sus pasos ligeros pero calculados, como si cada movimiento estuviera diseñado para enredarme un poco más en su red.

—Sabes que podrías olvidarlo todo por un rato —susurró, sus dedos rozando mi pecho.

Por un instante, quise ceder. Quise perderme en ella, en el calor que ofrecía, en la promesa de un olvido temporal. Pero no podía. Mi mente estaba atrapada en otro lugar, con otra persona.

—No funciona así —murmuré, apartándome.

Ella frunció el ceño, pero no insistió. Se dio la vuelta y caminó de regreso hacia la ventana, dejando que el silencio se acomodara entre nosotros. Por unos segundos, pensé que la conversación había terminado. Pero entonces, habló.

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