Capitulo 56:

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Pía Melina

Hay fantasías que por más que uno desearía que fueran realistas, son solo eso... fantasías. Sueños que a pesar de querer que se conviertan en realidad, están demasiado alejados de serlo. ¿Por qué? Porque la vida no se ajusta a las historias que leemos, a esos cuentos de hadas donde siempre existe un final feliz. ¿Acaso no he soñado alguna vez con una historia que me haga sentir plena? Una historia en la que haya pasión, sacrificio, y alguien que esté dispuesto a todo por mí sin que se lo pida. El amor, o lo que creemos que debe ser, nunca se presenta de la forma que lo imaginamos.

A veces nuestras realidades se alejan tanto de lo que deseamos, y en ese contraste es cuando más dolor sentimos, pero también es cuando aprendemos a valorar lo que realmente tenemos. El amor no se mide por cómo lo soñamos, sino por cómo lo vivimos, por lo que decidimos aceptar y lo que estamos dispuestos a dar, aunque no siempre sea lo que esperábamos.

Mis padres. Nunca le reproché a mi madre el haberse dejado consumir por el dolor cuando mi padre se fue. Me crió con amor, aunque a veces sus propios fantasmas parecían robárselo. A veces me preguntaba si ella alguna vez soñó con ese amor tan absoluto que las historias prometen, o si su dolor por la partida de él era algo más profundo. Lo que sé es que mi madre amaba con una intensidad que solo las almas fuertes conocen.

Mi padre, por su parte, siempre fue un hombre de contrastes. Tenía sus defectos, claro, pero sus virtudes siempre se alzaron por encima. Amaba a mi madre. La amaba con una devoción que no podía ocultar, pero algo, algo cambió y se marchó sin explicación, dejándola a ella con el vacío de la ausencia y yo, como hija, con la incertidumbre de no saber si algún día entendería por qué se fue. A veces, uno se pregunta por qué las personas hacen lo que hacen. No podemos conocer lo que hay en sus cabezas si ellos mismos no nos lo cuentan.

Y aún así, la vida continúa. Mi madre jamás se quejó, jamás reprochó nada. La vida no se detiene por el amor perdido. Ella sigue, lo aceptó. ¿Y yo? Yo aún busco respuestas. A veces me pregunto si, al igual que mi madre, estoy dispuesta a amar sin recibir todas las respuestas. Si, a pesar de las cicatrices, soy capaz de amar de una manera que no esté condicionada a lo que quiero o espero.

Ahora, con Dante... mi cabeza se llena de dudas, pero mi corazón sigue latiendo con fuerza. ¿Qué es lo que busco de él? ¿Qué quiero encontrar en este hombre tan imponente? Tal vez me estoy dejando llevar por la necesidad de algo más, de algo que no puedo explicar, de algo que siento que me falta, pero también sé que no puedo seguir anhelando un amor idealizado que nunca será.

Lo que tenemos, lo que sea que esto sea, es lo que es. Y en este momento, quizá eso es suficiente.
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El restaurante no era solo lujoso, sino que desprendía una elegancia casi altiva, como si estuviera intentando demostrarnos que no merecíamos estar allí. Todo en su entorno gritaba ostentación: las paredes doradas, el techo adornado con cristales brillantes, y la gente, que parecía más interesada en el brillo de sus copas de vino que en la conversación que pudiera tener lugar. Dante, sin embargo, parecía completamente cómodo en ese espacio, como si hubiera nacido en él, un pez en el agua.

Marcel, el hombre mayor, nos condujo a una mesa reservada, justo al centro del restaurante, donde las miradas de los demás comensales no podían dejar de posarse en nosotros. O más bien, en él. Porque Dante sabía perfectamente cómo hacerse notar. Con su presencia, con su arrogancia, con ese pequeño toque de desprecio que hacía que las personas se preguntaran si estaban ante una figura de poder o simplemente ante alguien que se divertía al observar a los demás.

—Espero que te guste el lugar —me dice Dante sin siquiera mirarme, mientras su atención sigue fija en el menú.

Mi cabeza da vueltas al pensar en sus palabras, todavía resonando en mi mente: Tal vez cuando nos casemos...

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