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Tener a Amelia en aquel lugar que siempre había sido paz para mí estaba siendo una auténtica fantasía. Me sentía completa, como si todo lo que siempre había soñado, se estuviera haciendo realidad, pero, por otro lado, de vez en cuando venía algún que otro pensamiento intrusivo a mi cabeza que me decía que todo no me podía ir tan bien, que seguro que algo me terminaría ocurriendo tarde o temprano. Sin embargo, no quería hacerle demasiado caso a aquella vocecilla que aparecía para enturbiar aquellos maravillosos días, así que simplemente me dediqué a girar mi cuerpo y contemplar el de la morena, que me miraba atenta con sus ojos abiertos y su desnudez al completo.

Y es que, lo que estaba viviendo con ella aquellos días era algo muy difícil de explicar. Hacía tiempo que no sentía aquella conexión en todos los aspectos que os podéis imaginar. La cama se estaba convirtiendo en un oasis para nosotras, disfrutábamos de nuestros cuerpos, de nuestras manos y, sobre todo, de nuestros besos en la intimidad que aquel espacio nos ofrecía. Era como si debajo de las sábanas ambas fuéramos completamente libres y, no es que no lo fuéramos ya de por sí, pero esa sensación era completamente diferente.

En nuestro tercer día en tierras asturianas, había quedado en que la llevaría a la playa, a ver su querido mar, donde Amelia se transformaba en una persona aún más meditativa, donde ella encontraba su particular refugio. Hacía unos años había descubierto junto con mi hermana la playa de Gueirúa, una pequeña cala a la que apenas iba la gente y menos aún en la temporada en la que nosotras nos encontrábamos.

Así que nos preparamos con la tranquilidad de aquel día que había amanecido soleado y nos montamos en el coche para ir hasta aquel lugar. La morena se dedicaba a cantar y mirarme mientras conducía y yo simplemente me derretía al escuchar aquella voz tan bonita que había estado escondiendo todo este tiempo.

Aparqué en la localidad de Santa Marina, cogimos nuestras mochilas y caminamos media hora hasta empezar a apreciar el paisaje rocoso que tenía la playa, e incluso un poco lúgubre. Y, cuanto más nos acercábamos, más podía apreciar la cara de emoción de Amelia.

—Luisita, es precioso todo — me dijo Amelia sin parar de admirar el paisaje que se encontraba frente a nosotras.

—¿Te gusta? — le pregunté abrazándola por detrás y observando también esa playa a la que tantas veces había venido con María, pero que ahora con Amelia tomaba un cariz totalmente diferente.

—Me encanta. ¿Podemos bajar?

—Claro, vamos —le animé ofreciéndole mi mano para avanzar y llegar a la zona de acceso a la playa —El agua tiene que estar helada, pero me bañaría.

—Pues si tú te bañas, yo me baño.

—Esto que es Titanic, ¿si tú saltas, yo salto? — bromeé con ella.

—Yo no tengo problema con bañarme con el agua fría, así que no hace falta que me lo digas dos veces.

—Pues yo sí, sobre todo, porque luego tenemos que estar mojadas y frías — le expliqué yo — y te quiero llevar a comer a un sitio de por aquí.

—Qué aguafiestas.

—Luego antes de volver si quieres — le propuse — y ya nos damos una duchita calentita en casa.

—Bueno vamos viendo, pero ahora voy a meter los pies al menos.

—Vale — contesté mientras nos empezábamos a quitar ya las deportivas que llevábamos ambas y finalmente nos acercábamos a la orilla.

Amelia sin pensárselo dos veces metió los pies en esa agua trasparente y se envolvió en aquel ambiente que era tan suyo. Yo la observé desde la arena, sentada en una de las toallas que había llevado y sacándole alguna foto distraída para así poder verla cada vez que la echase de menos.

Un sueño compartidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora