104. LO QUE HA ESTADO OCULTO

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El hijo de Écade no pronunció palabra en lo que su madre le relataba el origen de tan catastrófica criatura. En ningún momento dejó de atestiguar con indiferencia la forma en que la vida de los infortunados que no lograron escapar se xtinguía. Aunque la guerra había sido iniciada por el ser humano, una fuerza más allá de su control le estaba dando término. El resto de los gritos quedaron sofocados con el estruendo.

—Esto está mal —habló el Dios, incapaz de apartar la mirada—. Si sabías que iba a pasar, pudiste hacer algo, debiste evitarlo.

Cuando su madre torció los labios, el Dios reparó entonces que se había atrevido a alzarle la voz en reprimenda, lo que en su larga vida jamás había hecho.

—Todo esto era inevitable.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo los actos del hombre pueden causar algo así? Madre, ellos no tienen el poder...

—Lázorat también tiene un alma —lo interrumpió con dureza—; hay vida en su interior y ésta rodea cada cosa que lo puebla, lo impregna; como un ser vivo siente y sufre lo que sus habitantes provocan en él. Todo está conectado por la red vital que parte de su núcleo, la Esencia del Orbe, mi hijo, y cada influjo, por más pequeño que sea, desata una consecuencia y se van acumulando experiencias. Ha pasado tanto desde la creación del ser humano; aunque muchas veces traté de guiarlos por otro camino, la ley del libre albedrio no me permitió interferir demasiado. Alimentada por las transgresiones del hombre a sus propios congéneres y al mundo en el que viven, una fuerza irascible, proveniente de la misma alma del mundo, por fin ha brotado como una erupción y ni tú ni yo podemos detener el flujo natural de las cosas.

—¿Por qué jamás me dijiste que algo así podría suceder?

—Todo este tiempo —habló ella ya más calmada, separando las manos del estanque—, todo este tiempo, desde que naciste, lo había estado ocultando para no involucrarte más de lo necesario en los errores mis creaciones. Durante eras el ser humano sólo me ha demostrado lo mucho que puede fallar, sin embargo, cuando llegaste, creí... creí que tú podrías lograr algo. Deposité mis esperanzas en tu obra, en tus fieles, pensando que tal vez, al nacer de una forma diferente, arreglarías lo que yo no pude y me regresarías eso que hace tanto tiempo me arrebataron.

Las últimas frases de Écade coincidieron con el final del caos en el estanque desde el que ya no se escuchaba ni un respiro. Ningún alma quedó en pie, la tierra, los animales desafortunados que no lograron alejarse, estaban hechos polvo. Sumida en un silencio sepulcral, la criatura, una mezcla de fuerzas elementales y furia, permaneció quieta frente al resultado de sus propios actos. La imagen se borró cuando los llameantes ojos del ente se enfocaron en el cielo, hacia la madre y su hijo.

—Debiste hablarme de esto —insistió el Dios.

—Te conozco y sé que no te habrías quedado parado. Hubieras intentado hacer más de lo que nos compete. Sólo quise ahorrarte la frustración.

—¿Y después restregarme la muerte de esta forma? ¿Es por eso que has estado actuando así?

—Son almas humanas. Ya renacerán.

—¡Son sacrificios absurdos! Madre, este no es el modo.

Algo parecido a una risa rota asomó de los labios finos de Écade. El Dios quedó perplejo.

—Lo dices sólo porque temes que esto le pase a los tuyos. No te preocupas por su bienestar o por lo injusto de las circunstancias. Lo que más te asusta es que todo lo que has logrado se destruya por culpa de ellos mismos; eso es lo que no has entendido, mi sol. Éste siempre será el resultado. Ahora lo veo.

—¿Qué te ha sucedido? Ésta no eres tú.

—No, mi sol, ésta siempre he sido yo...

Cuando se giró hacía el, su rostro adoptó un aire glacial. Apenas duró un instante hasta que su semblante se deshizo dando pasó al desaliento. Pasó las manos por la corona unida a su cráneo y luego se cubrió los lados del rostro para esconder el lamento que luchaba por contener.

—Por favor, perdóname. De verdad lo intenté, de verdad quise que las cosas fueran como antes, pero me cegué y te arrastré a esto. Nada cambió y ahora tienes que ser testigo de todo —agitó la cabeza—. No quiero, no lo permitiré.

Aunque no había osado moverse, impactado por ver a su madre quebrándose, el modelo de todo lo perfecto que él conocía, el Dios volvió a acercarse, tomó sus hombros más delgados que los suyos y se preparó para las consecuencias que acarrearía su petición.

—Muéstramelo.

—No. No.

—Madre, enséñamelo —jaló las manos del rostro cabizbajo de la Diosa—. Enséñame todo lo que has estado escondiendo.

—¡No puedo!

—¡Hazlo!

—¡Mi sol, perdóname! —y alzó la mirada. Había cerrado los ojos, pero el tercero, que permanecía velado incluso para él, estaba completamente abierto.

Una tormenta se desencadenó en su cuerpo y entonces un nuevo aullido desgarró el aire del plano divino: el lamento del hijo.

Fue la primera vez que el Dios experimentó en carne propia el dolor verdadero, una mezcla de aberración, odio, depravación y horror. Algo que no le pertenecía lo atravesó como una lluvia de descargas. Le infundió agonías como las que había presenciado con la vista y a través de las experiencias de las almas, pero nunca de una forma tan profunda e impactante.

Supo que esas sensaciones no eran suyas. Al hacerlo retrocedió sosteniendo la cabeza desprotegida por su yelmo y el corazón con una mano en garra. Estaba aterrado, aterrado de su propia madre. Delante de él, Écade permaneció con un semblante desconsolado.

—¿Qué fue... qué fue?

—Hijo mío.

—¡No! —rechazó la mano que le alargaba. Algo se había roto dentro de él y lo sofocaba, lo apremiaba a alejarse de todo lo que creía conocer. Sintió algo resbalando desde sus ojos, pero no se preocupó en apartarlo, fuera lo que fuera. Estaba demasiado abrumado como para reparar en las reacciones de su propio cuerpo.

Écade bajó la mirada con vergüenza y arrepentimiento. El Dios apretó los dientes y el rostro se le contrajo de ira y repugnancia.

— Perdóname, mi sol...

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora