61. UNA GRAN FARSA

6 2 3
                                    


Cuando dijeron que lo encerrarían de nuevo, Teonte ni siquiera se resistió. Su error fue que había dudado ante la propuesta que le hicieron y guardó silencio. Yako únicamente deseaba escuchar una afirmación escueta.

¿Qué iba a decirle? Lo que le pedía no era sólo algo absurdo, era algo completamente irracional. Revelarse contra el enviado de la Santa Madre fue como pedirle convertir el agua en fuego.

—Me decepcionas, Teonte, tú mismo fuiste testigo —le dijo un Yako desilusionado. Había dejado atrás las formalidades—. Nada en el mundo debería ser capaz de tocarlo, pero las sombras lo hirieron como a cualquier otro mortal.

Teonte miró sus ojos grises y, aunque no respondió a su argumento, su silencio lo transmitió todo.

«Tiene que ser mentira. Me niego a creer que el enviado sea un engaño. Me niego a aceptar todo esto».

Bastó un fruncir de labios para que Yako terminara de interpretarlo.

—Supongo que sólo te hace falta pensarlo un poco.

Oscuridad fue lo siguiente que vio, o no vio, era difícil describirlo. Supo que algo se le abalanzó, oyó la risilla de Zet y entonces apareció en la misma habitación donde su nueva vida estaba cobrando forma. Lo encerraron por varios días que no se molestó en contar. La comida siempre le era traída por unificados que portaban sus armaduras, quienes también se encargaban de meter y sacar el orinal donde hacía sus necesidades.

Muchas veces le llevaron agua para que se lavara porque, aunque se tratara de una especie de calabozo, parecían preocupados por la pulcritud. Pero a Teonte no le interesaba su higiene, su porvenir ya era bastante incierto como para que algo tan mundano le importara. No volvieron a inyectarle ningún inhibidor luego de que les demostrara que era inútil en él; de cualquier forma, el mensaje para Teonte ya estaba más que claro: jamás encontraría una salida. La cara sonriente de Zet se lo había dicho todo.

Apenas se movió de la cama en ese tiempo, pensando y pensando en las revelaciones que se resistía a asimilar. A veces, cuando sentía que sus propios pensamientos lo traicionaban, lanzaba una o dos preguntas a los unificados, aunque no tardó en averiguar que nunca contestarían. Sólo una vez, cuando preguntó por la veracidad de lo que Yako le dijo sobre el heraldo etéreo, un unificado mayor que él, pero más endeble, se tomó un segundo para detener el desplazamiento de los bloques y giró la cabeza.

—Él se lo demostrará.

Fue todo. Los bloques volvieron a formar un muro sólido dejándolo nuevamente solo. Teonte creyó que lo tendrían allí para siempre, hasta que el sexto día la pared se abrió y Yako le dijo que había llegado el momento de convencerlo. Lo primero en lo que Teonte pensó fue en la tortura; luego desechó la idea imaginando que Zet tendría cosas peores preparadas.

Yako le pidió que los acompañara, a él y a Term, quien aparentemente no se separaba de su lado por mucho tiempo. Zet no estaba a la vista, si bien eso no tenía por qué representar buenas noticias.

En un momento del trayecto, tras pasar unas puertas reforzadas en el suelo, terminaron descendiendo por unas largas escaleras. Por cada cinco metros había un candil mágico iluminando el trayecto.

—¿Recuerdas lo que platicamos, Teonte? —habló Yako quien encabezaba la marcha, seguido de Teonte y Term—. ¿Específicamente lo que te dije del enviado?

El unificado torció la boca y aspiró con rabia el mal aroma que desprendía.

—Recuerdo lo suficiente —contestó con amargura.

—¿Y qué has pensado hasta ahora?

—Que todos sufren un grave caso de psicosis.

Yako movió los hombros en una risa inaudible agitando su cabello escarlata.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora